Carlos Paúl Avalos Soto
“Dios ha muerto”. Con esta frase Nietzsche pretendía zanjar por entero, una época de casi dos mil años de creencia cristiana. Pronunciaba la que sería muy pronto, la última gran frase crítica contra la religión de Cristo. Sin embargo, antes que él, Hegel anunciaba una nueva época enmarcada en el espíritu del hombre, haciendo a un lado toda referencia a dios -sobre todo en términos de la “administración” y la “arquitectura” del universo humano- y ponía en el centro de ese mismo universo al Estado.
A partir de ellos -y otros pensadores más- se creyó que todo cuanto existía debía encontrarse sujeto al ser humano y sus gobiernos. Mientras Nietzsche buscaba potencializar la individualidad y el poderío del hombre -alejado de todo sostén divino-, años antes Hegel, pretendía hallar en el Estado la herramienta más sofisticada de la razón humana. Una herramienta capaz de absolutizar las relaciones sociales y productivas del ser humano; es decir, nada podía existir en la vida humana si antes no era organizada por el Estado. Sin embargo, hoy en día el Estado ha dejado de ser ese absoluto y todo cuanto existe ya no está organizado solamente por él, sino sobre todo, por los “management” de softwares, de tecnología digital e Internet. Primero fue Dios, después el Estado y ahora es Internet. Cada uno de estos conceptos son etapas históricas del control social.
Éste último enunciado, nos será útil para ilustrar una línea del tiempo, sobre todo para “imaginar” críticamente el mundo en el cual vivimos y a la par de ello, nos ayudará a explicar la siguiente cuestión: ¿Qué es la esperanza en un mundo sin dios y sin estado?
Durante la época del “Reinado de Dios”, la Iglesia y el clero tuvieron por competencia registrar la vida y la muerte de los individuos; es decir, la Iglesia se hacía cargo de documentar los nacimientos y las defunciones; pero también tenían a su cargo, registrar la vida reproductiva de la sociedad; es decir, documentaba los matrimonios, los divorcios y hasta las pasiones ignotas, es decir, la inculpación o la exculpación de los amantes, o la bien llamada penitenciación de la bigamia. En la misma Edad Media, la Iglesia ocupaba la tercera parte de la propiedad y cobraba el diezmo, el pago de una décima parte de la explotación de las tierras. A su vez, calendarizaba los días del año y las jornadas de trabajo, de ahí el latinismo “ora et labora”, reza y trabaja. Más de uno sabrá que estamos hablando de una sociedad económica feudal.
La esperanza en la época del “Reinado de Dios” era un emplazamiento a otro mundo. En esta época la construcción deliberada de la esperanza era el paraíso. Para llegar a él, se crearon toda una serie de rituales litúrgicos, de actividades condicionadas en la fe y se formularon una cadena de normas de comportamientos. Con estas reglas de uniformidad, la vida del medioevo adquiría su característico sentido. Para esos tiempos la esperanza era una virtud conducente. La idea de la vida después de la muerte organizaba la mentalidad de los pueblos y configuraba la sensibilidad de los cuerpos. Por lo tanto, no sólo se creía en dios, éste también se sentía. De ahí que la esperanza era vivir después de muerte.
Sin embargo, las cosas cambiaron con la irrupción de las revoluciones del siglo “dieciocho” (XVIII), hablamos de la revolución económica e industrial y de la revolución política o francesa -y otras más que emergieron paulatinamente por toda la geografía global. A partir de aquí, se transformaron los grandes sistemas económicos y políticos basados en la idea y en la creencia de dios, y se inauguraban las estructuras organizativas de la sociedad centradas en la figura del ser humano y sus relaciones.
Estamos hablando de la invención del capitalismo, de las naciones modernas, de las repúblicas federales, de las constituciones políticas, de los parlamentos, de las elecciones públicas, de la ciencia y de la filosofía como las conocemos hoy en día; del ser humano y del estado moderno. De la misma forma se modificó nuestra psique, nuestra sensibilidad, nuestro conocimiento y como consecuencia, la manera en como concebimos la realidad.
A su vez, también se modificó nuestro lenguaje; la voluntad dejó de ser una palabra para describir el poder de dios -voluntad divina- y se desplazó para hablar de la voluntad humana, lo mismo sucedió con el concepto de espíritu. Éste dejó de articularse solamente para la triada, Padre, Hijo y Espíritu Santo y desde ese momento en adelante, se hablará de la fuerza del espíritu humano. Lo que es más, el concepto y el significado de hombre o de ser humano no tiene más de doscientos cincuenta años de aparición. No es que antes no se hablara de hombre o de ser humano, pero éste dejó de entenderse como un flagelo o como un “residuo” de dios. Con la llegada de la “afamada” modernidad, el ser humano se colocaría en el centro de todo y se instalaría ahí para -pretendidamente- no moverse nunca.
De esta manera, con el entusiasmo que representaba este desplazamiento de la figura del ser humano y sus relaciones contra dios, se creyó que el mejor de los mundos no llegaría después de la muerte, sino que podría elaborarse en este mundo a través de las fuerzas organizativas del hombre y por lo tanto del Estado y la razón humana. Es decir, si la esperanza de una mejor vida no llegaría después de la muerte, por defecto, se realizaría en este mundo. El progreso de la especie se hace presente en un mundo estrictamente humano. De ahí, el futuro se vuelve tan importante para la realización de la esperanza. Por lo tanto, la esperanza de un mejor mundo y la esperanza de vivir en la mejor de todas las sociedades, se produciría por la acumulación de las facultades humanas, la cual estaría próxima a realizarse. De esta manera, el ser humano podía procurarse por él mismo, el mejor de todos los mundos.
La esperanza en esta “incipiente” e inicial modernidad, es un mundo deliberadamente construido por las facultades y las capacidades humanas. El “paraíso” esta vez, estaría hecho por el ser humano. De ahí, que el Estado resulte tan esencial para esta tarea, ya que permitía juntar en una sola institución las fuerzas y las capacidades de toda la comunidad y de toda sociedad y guiarlas a un objetivo universal: el mejor mundo humano.
Ahora bien, es verdad que desde el “inicio” de la modernidad -del mundo humano- han sucedido una serie de acontecimientos realmente importantes, sin embargo, para nuestros fines daremos un salto cualitativo y nos centraremos en nuestra actualidad. Por eso planteémonos la pregunta que aquí nos incumbe: ¿Qué es la esperanza en un mundo como en el que hoy vivimos?
Hoy estamos inmersos en una “esfera” -por decirlo de una forma descriptiva-, la cual configura nuestros sentidos, nuestras emociones, nuestras estructuras mentales y de conocimiento, e igual que las anteriores, nos ayuda a concebir aquello que llamamos realidad. Una vez que hemos entrado en una “esfera” de realidad no podemos regresar a otras. Lo curioso es que regresar a una de las anteriores -si pretendemos hacerlo o si pensamos que lo hemos hecho- ya sería otra, ya sería una “esfera” diferente.