Octavio Escalante

Dentro de unos días tendré que reunir todas mis fuerzas de las que soy capaz para llevar a cabo lo que considero es el acto más antisistema que de momento tengo a mi alcance. Ya que desde la clausura de mi pubertad –física– me he ido poco a poco sintiendo cómodo en la estructura que alguna vez hubiese deseado dinamitar, mis aspiraciones de ir contracorriente se limitan en la actualidad a agujerear los bajorrelieves de esa estructura, no sus cimientos.

No obstante la poca importancia aparente que tiene un bajorrelieve en comparación con los cimientos de un edificio, aquellos suelen estar hechos de una complejidad y de un material casi igual de resistente que las bases que sostienen todos los pisos y pasillos en cuestión, además de que los decoran, los encubren, tanto como las varillas y las rocas que están detrás del emplaste.

Porque el diablo está en los detalles. Si bien es imprescindible la aportación al grupo –cualquier grupo– por parte de sus integrantes, la aportación de sus integrantes al grupo de elementos que lo conforman en solitario no deja de ser parte del aporte general; a veces es un requisito de legitimidad. Los detalles subjetivos que no abonan a la coherencia dentro de una u otra militancia logran desarrollar con sus mestizajes a personajes tan contradictorios, pero arquetípicos y apasionantes como el vegano cocainómano, el pollero astral, el político proteico omnisciente, cuyas metamorfosis comparte con otras divinidades públicas.

La importancia como observadores de estos tipos sociales estrafalarios es que su aparente caricaturización no es una parodia, sino una realidad suya que visten como parte de una identidad que se constituye de inconsecuencias, de elementos que teóricamente deberían estar en pugna, pero cuyas diferencias son atenuadas en sus límites a tal grado de que se confunden unas con otras, a la manera de lo grotesco en su sentido etimológico, es decir, combinando dos o más naturalezas incompatibles en una sola entidad, al punto de no saber dónde empieza una y dónde acaban las otras, como las frases de este párrafo.

Estos tipos sociales excéntricos son una muestra –a la manera balzaciana– de las contradicciones o identidades grotescas de los ciudadanos más simples y superficialmente monótonos, que hemos sabido diluir, atenuar y desvanecer –en el sentido que se le da a la palabra «desvanecer» en las peluquerías– nuestra propia heterogeneidad interna, nuestra propia carencia de puritanismo o fundamentalismo ético.

La indulgencia que hemos cultivado frente a esa falta de fundamentalismo ético tiene una génesis muy sencilla, la supervivencia, física y psíquica. En los casos en que esa indulgencia no se permuta en un cinismo frontal, se vuelve una tibieza intermitente, susceptible aun de pasar desapercibida, o que quien la ejerce crea que pasa desapercibida para el resto. Quizá la considere una simple excepción a la regla, una falta necesaria pero poco frecuente; o quizá no se haya dado cuenta que la excepción constante ha conformado en él todo un estilo de vida, cubriendo con los detalles de sus bajos relieves gran parte del edificio, incluso sus cimientos. Supervivencia. La sofisticación paulatina de los comportamientos ha logrado contener como en una piscifactoría a los instintos, pero el de la supervivencia los cubre a todos con su manto de nodriza.

Hay que aclarar que la tibieza en una ética ya destartalada no impregna todos los aspectos de una persona. Las inconsecuencias son múltiples porque múltiples son las éticas de cada uno, porque múltiples son los «relatos» en los que participa; algunos se presentan como nouvelles de una extensión mediana; otros son cuentos cortos, y muy rara vez se forja una novela que embone de principio a fin con el principio y el fin de la vida natural. En cada una de estas formas de relato libramos guerras o pequeñas batallas con las contradicciones interiores, en lo que podríamos llamar dilemas que dan pie a los grandes dramas de nuestra vida consciente; grandes dramas como el prurito de venganza por el asesinato de nuestro padre, o grandes dramas como el rotundo «No», cuando creíamos que nos habría dado un trozo de felicidad la pronunciación de un improbable «Sí». O viceversa.

Dado el espacio y la poca disponibilidad de horario, quiero vincular sólo un asunto más a esta fallida explicación. Se trata de la cultivación y permanencia de los propios yoes, de los propios espectros de personalidad. Su cercanía consanguínea dentro de una entidad ilusoriamente identificada como «uno mismo» hace que la pluralidad de estos grupos pase regularmente desapercibida, cuando no edulcorada con términos de hechura externa y necesariamente convencionales, como los llamados «estados de ánimo», «carácter», «humor» o «crisis»; esto último para las ocasiones en que uno o varios de los espectros de voluntad sediciosa intentan insubordinarse ante la hegemonía que ostente un poder temporal. Una victoria pírrica luego de una insurrección prolongada puede derivar en la toma del poder, sí, a condición de vestirlo con una especie de desquicio o «locura».

Por lo regular, las necesidades psíquicas tienden a alimentar al espectro o los espectros que mejor convengan y que más se adecúen al historial acumulativo –pese a la mala memoria consciente– y así termina imponiéndose una continuidad del espectro, o de sus subalternos más afines, bajo una suerte de democracia obligatoria en la que no faltan los apuñalamientos, las conspiraciones, maledicencias e intrigas. Las inconsecuencias, dilemas y dramas atraviesan a cada uno de los espectros durante sus momentos de vigilia, pero son especialmente graves cuando las padece el hegemón obligado a ser la efigie visible de entre sus fantasmales subalternos que aglomeran la ilusoria entidad unitaria en la que habitan.

Queda por comentar las estratagemas de estos diversos yo para garantizar su subsistencia. Debe considerarse con especial atención una práctica que consiste en fingir una posición o dignidad que en un momento dado no les pertenece. Así, un hegemón se disfrazaría –y lo hace con frecuencia– de un espectro amedrentado, pusilánime, indiferente o conforme con una falsa indigencia, disfraces que utiliza para crear confusión entre sus adversarios en turno o entre aquellos otros que expresan o son acreedores de su simpatía. De la misma manera, un espectro cuya posición temporal es deleznable, puede disfrazarse con un encanto repentino que lo haga destacar, o incluso disfrazarse con tal autoridad que entre la confusión ya sembrada por él y por el resto funja como falso hegemón, hasta que es descubierto o queda extenuado por habitar una naturaleza que no le corresponde. Por cierto, pueden fingir que fingen, o estar perdidos y embriagados por la convicción de que no están fingiendo, cuando hace mucho tiempo que su endeble ser fue ocupado por alguien más.

¿Cuál de estos espectros es el que escribe ahora conmigo? ¿Cuál es el que mañana temprano dará el primer beso del día? En los próximos amaneceres tendré que reunir todas mis fuerzas de las que soy capaz para llevar a cabo lo que considero es el acto más antisistema que de momento tengo a mi alcance.