Por Arcelia Pazos

Aquí vamos de nuevo a desgastarnos la garganta y la suela para pedir lo obvio y lo justo, a poner el cuerpo en el ojo de la crítica que tilda de exageración el mero reclamo de que dejen de matarnos, a arriesgar la seguridad hasta que nos criminalicen. Otra vez, una más de tantas que vienen, tenemos que reunirnos con el motor del hartazgo para insistir en las emancipaciones que nos cuestan demasiada vida, en los derechos que relumbran en leyes, pero no en todas las realidades, menos en las que son atravesadas duramente por el género, la racialización, el empobrecimiento o la discriminación por etnia, orientación sexual, manifestación espiritual, discapacidad, o por ser demasiado joven o demasiado vieja.

En esa terquedad de lo necesario, el desgaste se convierte en fuerza, y la rabia y el miedo en apoyo mutuo. Así salimos cada marzo o cada vez que nos necesitamos, con la dualidad del cansancio y la necesidad de armar marabunta para afrontar a un sistema que está basado en explotar lo que sea a costa de lo que sea. Nos movemos con el cansancio de mucho de lo de afuera y también de lo de adentro: de dinámicas entre feministas de clubes que quieren blanquear al barrio o que nos piden credenciales para palomear procesos políticos.

Pero seguimos. Nos agotamos y en lo que alguien descansa, no falta quien brinque. Ponemos al cuerpo en la calle y en el grito para defenderlo con el propio cuerpo, como la parte más próxima y vulnerable del territorio que somos y que nos conecta con todo lo que lo habita y con todo elemento que nos da vida. Lo ponemos porque ya está curtido de tanta vejación, de que le toquen sin que lo desee y de que lo maltraten porque se ve suavecito, apetecible y manejable; lo ponemos porque es de lo poco que nos pertenece.

Una vez más salimos a echar en consignas el ardor por sobrevivir en un país con más de once mujeres asesinadas al día, donde las fiscalías omisas, negligentes y corruptas, y las instituciones que nos precarizan gestan feminicidios de Estado; donde a pesar de denunciar, pronunciarnos y ser víctimas del fraude burocrático y las burlas del sistema judicial, vemos que la poca justicia que suele alcanzarse cuesta mucho dinero. De nuevo va la euforia por denunciar a los finos hilos del tejido patriarcal que vuelven a México el mayor emisor de la mal llamada pornografía infantil; ninguna casualidad en una cultura donde la mayoría de las agresiones sexuales, sobre todo a infancias, ocurren dentro de la sagrada familia: la misma en donde se dan, al menos, la mitad de los feminicidios, la misma que tanto pretende poner en formol la ultraderecha.

Después de tanta concentración, asamblea, velada, mitin y pronunciamiento, o de un sinfín de presentaciones, foros, talleres, conversatorios, publicaciones, exposiciones artísticas, artículos periodísticos o entrevistas que preparamos desde redes o colectivas, y que pasan de noche, aun cuando se promueven por todos los medios, qué más nos queda que salir a rabiar junto con la compañera sobreviviente de trata, con la hija que quedó sin madre y con la madre que quedó sin hija por manos de feminicidas, con la joven a la que violó su propio padre, con las víctimas de precarización en sus trabajos, con la compañera trans que tiene una esperanza de vida menor que la mía, con la madre que ha tenido que luchar por la manutención justa de su hijo, con la reportera a la que sexualizan todos los días en la televisión y con las cientos de mujeres que viven violencias por parte de los hombres que dicen amarlas.

Con todo el pesar que nos lleva a tomar la calle y encontrar compañía para paliar tanta dolencia, encima tenemos que sobrellevar el juicio cómodo y burlón que ignora todo lo que hacemos a diario antes de intervenir el espacio público, con la sentencia de quienes se apoltronan a decir cuáles sí son las formas en las que, de todos modos, tampoco van a apoyar activamente.

Soporten ustedes.

Ya volvimos a salir, y seguiremos.