@SaludEmergente

Alejandro Aguirre Riveros

La guerra azota una vez más en Europa y con ello el siglo XXI, el primero del nuevo milenio, parece cada vez más una extensión directa del siglo más violento de la historia de la humanidad: el siglo XX. Un siglo que no solo vio morir a 60 millones de personas en la primera guerra mundial y 83 millones más en la Segunda Guerra Mundial; sino que, además, fue testigo de cruentos acontecimientos como la Guerra civil rusa, la Guerra Civil China, la Guerra de Corea y la Guerra de Vietnam. Esto por mencionar los enfrentamientos más violentos y que en su conjunto suman la escalofriante cifra de 33 millones de vidas humanas.

La invención de la bomba atómica y su implementación en Hiroshima y Nagasaki elevaron el costo del enfrentamiento a gran escala entre dos potencias a niveles insospechados: la posible aniquilación de la especie humana. Como resultado las grandes potencias se han visto enfrentadas desde la Guerra Fría y en el actual panorama tripolar (China, EUA, Rusia) a una serie de choques de baja escala en las denominadas “zonas calientes”.

Una de estas zonas calientes, Ucrania, ha resultado ser un duro golpe a la visión eurocentrista de un occidente que pretendía tolerar la guerra siempre y cuando se mantuviera en la periferia: Irak, Afganistán, Yemen, Siria. Hoy ya no es posible para la visión colonialista meter debajo de la alfombra los rostros de los niños y los civiles ucranianos atrapados bajo la lluvia de misiles rusos: su blancura les incomoda. No obstante, esa misma lluvia de fuego y destrucción lleva cayendo sobre hospitales, escuelas y refugios en Siria sin obtener una verdadera importancia por parte de los medios o la opinión pública.

En México vivimos un panorama similar: en la llamada narcoguerra, iniciada en 2006 por Felipe Calderón, han muerto 350,000 personas y más de 72,000 continúan desaparecidas. Tristemente la actual administración superó a mitad de mandato el total de la cifra de víctimas durante todo el sexenio calderonista por más de 41 mil muertes violentas. Un oscuro panorama que durante el actual enfrentamiento entre Ucrania y Rusia nos otorgó una de sus más violentas postales: el fusilamiento de diecisiete personas a plena luz del día durante un velorio en San José de Gracia, Michoacán.

Así mientras las bombas caen en Ucrania y en Siria y los sicarios michoacanos fusilan inocentes con impunidad, pareciera lógico pensar que quizás la violencia y el asesinato es parte intrinseca de la naturaleza humana. Un mal que nos acompaña desde tiempos inmemoriales como parte de nuestra parte salvaje e indómita y que implica la domesticación de dicho salvajismo a toda costa. No obstante una simple cifra desarma este argumento: de acuerdo con un estudio realizado por la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito los hombres representaban el 95 por ciento de todos los homicidas a nivel mundial.

En otras palabras: la violencia y la guerra no son parte intrínseca del género humano, sino del género masculino. Por supuesto, hay sus excepciones, pero son eso: excepciones. A gran escala se trata de una realidad que nos recuerda la advertencia hecha por Carl Jung quien apuntaba a las fuerzas de nuestra psique como la mayor amenaza para la civilización: en específico hacia las denominadas epidemias psíquicas para las que no hay protección. Hoy esa epidemia psíquica, esa enfermedad de la mente, la llamamos guerra y su normalización es parte de una psicosis de masas denominada patriarcado. Porque, en palabras del pedagogo Tim Marshall, al examinar la historia del género masculino no vemos a un salvaje evolucionado, sino a un hombre salvaje más informado y sofisticado en sus capacidades destructivas. Capacidades que muchas veces disfraza de estructuras no violentas, como el aparato económico mundial o los medios de comunicación, pero que siempre están destinadas a conquistar y controlar en competencia con otros egos masculinos. Egos que hoy lucran y acaparan vacunas en plena pandemia, que hacen la guerra en Ucrania, Siria y México y muchos lugares más, y que parecen determinados a destruir el planeta con prácticas energéticas extractivistas y que además, por si fuera poco, acumulan ojivas nucleares exponiéndonos a la más completa aniquilación.