Por Octavio Escalante

Primeramente tengo que admitir que éste es un texto que viene en el único libro mío que publicó el ISC, pero puedo hacer uso de él porque a los dos años se acaban etc. Lo que pasa es que ando muy paceño como siempre y quiero compartir. Nada más.

Es fama que a sus ochenta y cinco años don Ramón metía las manos en una caja de zapatos y te llenaba un papel para tortillas con colas de mota, encorvado sobre sí mismo como un envejecido signo de interrogación. Alguna vez me advirtió, a través de sus ojos a punto de la ceguera, que a la raza brava de su calle no había «cosa que le picara más el culo que los pinches soplones culeros». El viejo entraba y salía del CERESO en intervalos de seis meses o un año, con una cansada indiferencia, permitiéndole su retrato al periódico del gobierno que nos podría tomar una foto a ti y a mí por una ridícula chora o un veinte.

Cuando don Ramón estaba encerrado, su hijo, apenas veinte años menor que él, nos vendía los gallos de su padre con mucha menor generosidad, pero no por eso dejábamos de visitar los tambaleantes cartones de su casa. Don Ramón es una de esas cosas que La Paz apenas y se da cuenta que ha ido perdiendo; es como el aguaje de mi nana en el Santuario, en el que recogía hasta la última corcholata antes de que llegaran los judiciales; es como el muelle abandonado del Hotel Baja, que justificaba las pinteadas de la secundaria y reunía a los chemos del Manglito.

Me es imposible hablar con naturalidad sobre lo que ha perdido La Paz anteriormente, pero mi nostalgia aun alcanza a ver un Parque Cuauhtémoc lleno de patinadores, perfilado por un atardecer sin ruinas para ricos en el Mogote; o un cine Versalles que me parecía una caja de música, lleno de los malandros del Panteón que siempre estaban y nunca veían películas. Espero que siga quedando espacio en mi ciudad para otros don Ramones y para los minotauros con cabeza de mujer y cuerpo de mujer que rondan el corredor de la 16 de Septiembre, mientras los Teseos salen cayéndose del bar Rodeo o de la Lunca Bruja, asqueados de sus Ariadnas que los enredaron con engañosas ternuras.

Veo detenerse el auto del dealer frente a la Clínica 34, después de cuarenta minutos de espera, para que me venda una mota cacique y fea por doscientos pesos, y extraño la ceguera dadivosa de don Ramón y la artesanía de doña Marta, que a veces envolvía los gallos en revistas porno y nos hacía sentir un poco menos clientes que estos Jettas y estos números telefónicos que ya me tienen hasta la madre.

Sé que en una de las calles espantosas de la colonia Revolución, que colindan con el Hospital Salvatierra, existe una casa a medio hacer cuya ventana principal es una lámina con un signo de peso, pintado a lo bruto, junto a una astillosa puerta de madera. Vive ahí una vieja muy gorda y muy alta, que ha durado muchos años con un cabestrillo atado al brazo izquierdo, envuelto en vendas sucias. Cuando los Oxxo detienen su venta de alcohol y los Modelorama apagan sus luces, la monstruosidad femenina que arrastra su pierna derecha con un ritmo que da pena y risa, vende ballenas a cualquier hora, incondicionalmente, en la humedad de los huracanes o en la resequedad insensata de la ley seca. Se acerca a la lámina, donde hay un orificio, y sin dejar de maldecir su vida te pregunta cuántas ballenas quieres, y se emputa si le dices que son menos de cinco míseros mamíferos. Pero, a fin de cuentas, saca la obesidad de su mano sin rostro por ese agujero, recoge su pan de cada madrugada, luego tus envases, y te regala unas horas más de peda con las ballenas más heladas que puedas encontrar en este calor paceño.

No encuentro mis lugares predilectos en la guía de turistas. No encuentro la calle Garambullo, donde policías pescan peces flacos hasta el tuétano y negocian con ladrones tratos justos. Donde la gente se conoce desde el nacimiento y conocen el pasado de los hermanos mayores y de los padres y brotan los niños con destinos que parecen recuerdos. No veo en este manual de vacacionista una esquina donde el insomnio deja de sentirse solo, ni el cuarto de ese hotel donde no nos volvimos a ver. Debieron incluir la capilla del cerro frente a la UABCS, donde tres buscadores se comieron un Trinity y se sintieron sabios durante ocho horas, hasta que descendieron y las casas volvieron a crecer junto a ellos. En el Valle Verde una mujer te hace pensar que son el uno para el otro y que el amor existe, hasta que se acaban los minutos del privado y regresas a tu asiento más caliente que antes. Cuando vas al baño en el bar Misión una pared gigante imita al alba, y una vagabunda sin dientes juega al billar contigo. Habría que incluir a un viejo bailando con una doña en minifalda, mientras los excesos de maquillaje te coquetean gratis en La Voladora, y llegan los del centro de rehabilitación a tomarse unas medias con lo que juntaron de monedas ese día. Falta el corredor de clásicos grecolatinos en la biblioteca de la uni, donde tus besos opacan las palabras; y los arbustos donde quedé dormido después de escapar de los chotas por haber grafiteado un casino. Faltan las camas mitológicas que imagino en casa de doña Vicky, el recuerdo casi invisible del Tabaris hace doce años y la azotea de la mercería Armenta, desde donde se puede ver al mismo tiempo el kiosco del Jardín Velasco, la Catedral y los vómitos inagotables de Las Varitas. Falta el final de Vista Choral, donde fumas viendo el mar de pangas en la noche y el hornazo llega hasta los restaurantes. Faltan muchas cosas que no deseo ni podré enumerar, y que me alegra que no quepan en un tríptico para gringos; falta el Ánima del basurero, que es un fantasma que hemos construido con plegarias y cartas; o el Zacatal, donde uno encuentra más almas que gente y una tranquilidad hostil nos inquieta.