Octavio Escalante

Cuando a uno le mastica el estómago un hambre, puede solucionarla con un kilo de harina y algo de aceite, sólo freírla. ¿Qué pasa con este libro que pesa un kilo pero no me quita el hambre, sino que aumenta otra hambre, una extraña de penas en seres inexistentes?

¿No se parece tanto mi cuarto al de Raskolnikov? ¿No bajo a comprar alcohol pretendiendo que no me vea la casera? Qué hermosos cuchillos tengo en mi habitación. Cómo me agradan. Sin empleo, trato de usarlos en cualquier vegetal, en cualquier carne. ¿Y mis ojos? Sospechan de todo, pero al fin leen. Abren una novela como si fuese un kilo de fresas. Y lo tragan todo.

Sin embargo, ¿me estoy colocando en la vida de otra persona como si fuese la mía, aunque con pocos actos por hacer que la cambiarán totalmente? ¿Estoy preparado para ello, o me quedaré en el sitio cómodo del lector que se siente totalmente identificado con el personaje? Siento débiles las piernas, todo el cuerpo. Saldré de casa a ver el río. Probablemente una adolescente se arroje intentando suicidarse y la salven quienes sí pueden vivir, y toserá unos cuantos tragos de agua sórdida. «Hay que llevarla a la comisaría» dirá otro.

Qué indiferencia me dominaría también a mí en un momento como ése. ¿Pero yo he matado a una vieja? No lo recuerdo. ¿Por qué me impresiona este kilo de harina como si hablara conmigo al igual que un diario que haya escrito el mes pasado? Debería ser la poca comida, pero he comido bien y veo a todos con una mirada directa, como si les dijera «sé lo que no quieres que sepan». Y al mismo tiempo sé que me darían una moneda si vistiera de otra forma. «Ya los conozco a todos ustedes –diría el estudiante amigo de Rodia–, son unos charlatanes que alimentan su sentimiento y no funcionan para nada» o algo así diría. Y yo, sin funcionar, clavo los ojos en esta novela como si fuese mi vida, no sé si con la rabia de mis ojos o con el hambre antes mencionada que se haya en mi estómago y se calma a través de mi boca.

«¿Cómo estás haciendo esto?», le digo a Rodia, pese a que Rodia no exista. «Por qué no lo dejan en paz y que muera a gusto, pero ¿quiere morir?» me pregunto, mientras veo mi ropa tirada en el piso. Alguien está golpeando mi puerta, no abriré. Puede ser un sobre con dinero o un requerimiento de la policía nacional ¿abro la puerta o sigo leyendo? Si es la policía, quiere decir que ya saben dónde vivo y da igual si no les abro, me atraparán mañana; si es dinero, quien sea que me lo haya enviado sabe que soy un don nadie. Tengo que terminar esta novela, antes de cualquier cosa. No hace falta, no, salvarlo; si lo comprendiera sería como recibir toda su amistad de un solo golpe. Envíenme libros, libros, muchos libros, para que mi alma no muera. O cigarros, para morir ya. No, no, no, ¿qué estoy pensando? Quiero vivir, aunque quienes más amo estén por dejar de estar conmigo para siempre ¿No habrá más? ¿Algo que no sea bíblico, sino simplemente algo más, donde diga lo que no dije, haga lo que no hice? Espero destruyan la puerta, para que no sigan golpeando, para que dejen de hacer ruido. Y quizá no hay nadie. ¡Pero cómo se oye, estoy aturdido! Abriré la puerta aunque sepa que no hay nadie detrás. O quizá sí, quizá ahí detrás esté el fin. Y yo sin terminar esta lectura. Qué poca cosa.