Dentro de la antología de nostalgias paceñas no podría faltar la de cuando se pone nublado y un humor irrefrenable en el ambiente hacía que tus padres prepararan todo para ir a ver llover «rumbo a Los Planes».

Generalmente se iba con las condiciones que se tuviesen en ese momento. Pero luego se volvió casi una característica natural de aquellas tardes la de comprar un pollo asado para ir a la carretera junto a los mezquites.

¿Qué tenían de especiales esos tiempos y esos pollos? No lo sé, quizá el hecho de que quien te vendía el pollo era uno de los que iban en sexto de primaria cuando tú ibas en cuarto, e incluso si tú ibas en la Valle Gómez y el ahora pollero en la Miguel Hidalgo, había algo que sonaba como a un trompo de madera bailando, o como a pista echa en la tierra para los carritos comprados en el Mas.

La diferencia –y no la coincidencia– es la producción en serie de pollos sin espíritu. Pero, pollos, pollos. Pino Pollos, cabeza de pollo, medio pollo, el pollón, el pollín, el gallina, el gallo o el chile frío del gallo. Sin lugar a dudas una transversal manera de hablarnos unos a otros y de contemplar una leve lluvia rumbo a Los Planes.

Cuidado, pecadores, que no es tiempo de carnes. Cuidado, paceños, que si seguimos con esta tendencia, con el sonido que tiene la voz del obispo de la catedral, esa voz monrealesca, esa voz pedante, como deben ser las voces esclavizadas de quienes deben ser puros y santos, les advierto que poco a poco irá penetrando esta lógica de los pollos de cadena hasta que dominen el sagrado recinto de dos metros que es para nosotros un carrito de hot dogs.

Cuando ese tiempo llegue, acaso yo ya estaré a punto de morir y levantaré mi mano temblorosa, y mis amigos y familiares intentarán no revelarme que, efectivamente, se han acabado todos los carritos de hot dogs después de que cierta marca llegó a nublarlo todo con su venta sin alma.