Por Octavio Escalante

Ah, qué bello el cuchillo que tengo en mi mano, de hoja recta y filosa, dispuesta a cortar con su mínimo filo a los vegetales y a las carnes abiertas que sangran proteínas. Golpeado todo y se le ve; le han dejado los golpes del martillo luego de fulguroso infierno de la fragua para tocar con empuje leve rebanadas de kiwi, mango o cerdos. Cacha de madera de forma octagonal –no es un cilindro– que truena con el agua caliente pero apacigua el brillo del metal que acoge, angulosa finura entre mis dedos, ancha dureza en la palma de mi mano.

Y lo raspo, para saber si pica su agudeza. Cuchillo amoroso cortador de los muertos. O de las venas vivas de lo más fresco que corre por el mundo. Te veo y no me creo que los golpes de martillo queden como textura en tus costados para que no se pegue en ti lo que cortas y caiga sobre una tabla de cientos de cadáveres que otros ya se comieron.

Tu hoja plateada aprieto con mi mano y la aprieto un poco más, hasta que sangro. No es la misma sangre a la que estás acostumbrado, sino esta sangre viva de quien te habla. Córtame, sujeto inerte. Cómo caería todo el pensamiento mío si pasaras tu rayo por mi estómago. Pero estás sólo. Es mi mano la que corta, no tu hoja, compañero manchado con carne de pescado, compañero con pulpa de aguacate, compañero lloroso de cebollas, compañero. Si estuvieses vivo te preguntaría ¿quién te hizo tan recto, pesado y definido? Puedo mirar mis ojos en tu cuerpo, pero no me parezco en nada a ti.