Por Octavio Escalante

Al margen del repelús que provoca la falta de costumbre, contiene cierta razón la polémica que generó el parklet colocado en la calle 5 de Febrero y Guillermo Prieto, frente a un pequeño puestecito de café italiano. El peligro de accidente, la falta de espacio, la invasión del estacionamiento, son algunas de las quejas que postearon con variadas formas en la máxima tribuna de Facebook.

Que yo sepa, nadie argumentó que una de las desventajas del parklet en la ciudad de La Paz –y me imagino que en Santa Rosalía también y Loreto, sobre todo en julio y agosto– son los 40 grados centígrados a los que se ha llegado en estos días y que ha sorprendido a todos –usuarios de Facebook también, que no dudaron en sacar sus reservas de argumentos sobre el cambio climático y la contaminación mundial.

Que no hayan hablado de la asoleada que se puede pegar uno al tratar de aprovechar un parklet como el de la 5 de Febrero, se debe quizá a que no se tiene muy claro en qué consiste el parklet. Se supone que inició en la ciudad de San Francisco –más o menos en el 2005– como una especie de protesta o manifestación sobre el derecho del ciudadano, del peatón, a ser la figura principal de la ciudad y de caminar por ella, por encima de los miles de carros, a veces cientos de miles de carros que van de uno a otro lado y que, esos sí, contribuyen a la contaminación, aunque no tanto como las emisiones de los megacruceros –según datos que ya hemos expuesto en este periódico.

¿De qué se trata esto? El parklet es una irrupción en los estacionamientos, pero en unos cuantos metros. No es una irrupción violenta como la que podría significar una mesa de un negocio o el vecino del carro arrumbado por dos años. Se trata más bien de hacer de ese espacio un micro parque.

Nótese en las fotos de los parklets de ciudades como San Francisco, Nueva York, Vancouver o cualquier ciudad distinguida por esos artefactos, que los acondicionan siempre –siempre– con abundantes plantas, para que el parklet no sea sólo una banca hecha de tarimas donde uno puede tomarse un café italiano o de talega, sino donde pueda ir a sentarse sin necesidad de consumo, a leer un libro, comerse una nieve o ver la calle.

Un parklet tiene, casi siempre, un árbol junto a él. Pero siempre tiene plantas que lo acompañan porque pretende generarse en él un ambiente que saque al peatón de la lógica del tráfico omnipresente en grandes y pequeñas urbes. ¿Quieren saber mi opinión? Me parece una idea genial.

Sin embargo, la célebre frase «lo que funciona para una ciudad puede no funcionar para otra» es aplicable aquí. No quiero decir que no deba haber parklets en La Paz sino que, como sucede en Nueva York, son imposibles durante la temporada de lluvia o en el frío y la nieve del invierno; de igual forma, ¿permite la resolana aprovechar estos espacios en La Paz? ¿No sería conveniente agregarles un prefijo al que sí estamos acostumbrados y no provoca repelús, convirtiendo los parklets en palaparklets? Una palapita y quién te pegó.

¿No sería conveniente el uso de las infatigables palmas para crear palaparklets aquí y allá, dando trabajo a los expertos palaperos con que cuenta la ciudad y cuyas obras están a la vista de propios y extraños en los restaurantes de mariscos y salones de eventos de La City?

Al parecer se complicaría algo la construcción de esas palapas que –por cierto– habrían de ser pequeñas, aproximadamente de 30 metros cuadrados según la extensión más aceptada por los puristas de los parklets. De no aplicarse una palapa en cada parklet paceño, sí podrían utilizarse otras varias formas como lo son la estructura de metal para enredaderas –una hechura con buganvilia daría un tono hermoso y familiar al espacio de calle del que «se apropiaría el peatón».

Y a propósito de propiedades, los parklets tienen lo que podríamos llamar un decálogo, más o menos transgredible pero que hay que tomar como base:

Un parklet es en la gran mayoría de los casos financiado por el propietario del negocio que está frente a él, digamos una cafetería, un puestesito de ceviche y almejas chocolatas, un jatdogero hipster o unas aguas frescas. Pero de ninguna manera los colores ni el marketing del negocio deben identificarse con el parklet. Ni logos. El parklet es para el peatón, para que el ciudadano se apropie de la calle, no para que el negocio se apropie de la calle, simulando que es un espacio para el peatón. Por lo que los negocios frente a los parklets no pueden atender a los usuarios como si fuesen meseros.

Así que es una inversión, casi un donativo del negocio a la ciudad. Así que cualquiera puede llegar a ese pequeño espacio de 30 metros cuadrados y sentarse a hacer nada, aunque haya gente haciendo cola para comerse un jate. Es como si llegara una persona y me dijera que me quitara de una banca cualquiera porque quiere comerse una torta que compró enfrente. No checa.

Otro de los puntos principales es que deben colocarse en calles de baja velocidad, no en esquinas, y tienen que ser visualmente distintivos. Que no sea una silla movible, sino bancas lindas y empotradas, de preferencia, en un suelo igual de distintivo. Recuérdese que el parklet es como un micro parque, por lo que caben con gusto maceteros con plantas de sol, incluso un pequeñísimo librero de madera del que se pueda tomar un ejemplar para devolverlo otro día o devolver otro libro en su lugar.

¿Se entiende que el parklet debe tener algo de arte? ¿empezando por el arte de la carpintería y de la jardinería? Quizá sea complicado –no imposible– el palaparklet, pero algún remedio debe haber que sustituya al parklet ordinario en este calorón paceño, y no tengo duda de que los antiguos hacedores de parras pata saladas, los actuales tarimeros, pintoras, floristas, tejedores de ramas y acomedidos de toda índole aportarían con gusto una que otra ocurrencia.