“En el principio era Dios. Estoy aquí para matar y desgarrar la fisura del tiempo. Vengo a distorsionar tu alma y llenar con voracidad la realidad”.

Iván Gutiérrez

Historias violentas agitan el aire, van creando texturas infernales y transfiriendo los dolores paridos por los ángeles muertos. Al centro Andrea Razo canta los conjuros que “Velical” tatúa en las venas de los oyentes. La rodean cuatro jinetes del apocalipsis, demonios en blanco y negro que invocan riffs para obligar a las masas a rezar agitando la cabeza.

De la guitarra Ibáñez de Alonso aparecen solos que recuerdan a los temas épicos de Power Metal, pero aquí no hay dragones, solo muerte, desolación, ácido corroyendo las venas, desesperanza y lamentos que gritan las entrañas. Hiram en los teclados tiene el aspecto de un personaje de Mad Max; si no lo conociera diría que lo suyo es sacrificar animales por las noches para matar el insomnio.

El performance impacta directo en las mentes de los morros que le fuman duro de la bonga y gritan emocionados tras cada tema. Es impresionante el sonido gutural que alcanza Andrea con su rango vocal: puede pasar de tonos altos de demonio a tonos tan bajos que no le envidia nada a una voz grave masculina. A ratos suelta pequeños fragmentos de una voz limpia, como los restos de humanidad de un personaje hundido en la blasfemia. Al lado del micrófono un cuchillo cubierto de sangre, un cráneo gigante y una biblia para leer los Hechos 10 de El Libro de los Hechos, la historia de las guerras hechas por Dios.

Las rolas llevan por nombre Minuete, Demons Creek, Crusty, The Killing King, Interludio, The Hellish, Lament of Agony, Desire of Death y Blacker: todo un viaje al infierno que vale la pena visitar. Si bien la estética visual y musical de Velical engendra bastante agresividad, es curioso descubrir que sus integrantes ven en la música una vía para canalizar emociones y experiencias fuertes que les ha tocado sufrido.

Termina la primera banda y ahora es el turno de Los Árboles —antes Lavanda Serf—, quienes a través de sonidos de noise, distorsiones psicodélicas recubiertas de reverb y un baterista que fluye como el jazz están listos para transportarnos a una dimensión acelerada llena de ecos. “Les traigo noticias, vengo del futuro”, dice Alan mientras sus ojos muestran que ha sintonizado otra órbita. El lugar está a reventar. Llega un gallo por la derecha. Alan se comunica con los aliens: conoce el lenguaje de los monstruos espaciales.

“Me recuerdan a King Lizzard & The Lizard Wizard”, me dice Hiram y acierta. Las distorsiones llenas de textura vomitan reverb, la atmósfera es de un viaje cafeíno por la carretera, llegando a prender un gallo por la playa y de ahí a seguir el camino con una Tecate Toja como no, el ruido inundando cada segundo, cada respiro, es como para perder el control, dejar que la música lo invada todo: lo tienes que escuchar bien pinches alto alaverga.

Revienta el ambiente y también la gente. El slam empieza lento pero seguro, primero surgen algunos empujones tímidos entre los que estamos enfrente, pero avanzan los segundos y se va contagiando la energía y la emoción por impactarse al ritmo de la música, guiados por esa furiosa necesidad de los cuerpos por bailar en el viejo ritual de partirse la madre fraternalmente mientras llueve cerveza. Un pendejo se cae enfrente de los pedales pero lo levantan y nada se detiene, el tiempo sigue adelante y acelerando, vuelan botellas, el ruido se inyecta por los oídos como una droga, hay voces que atraviesan el espacio y hacen explotar el presente. Alguien recita algo sobre la existencia, pero se pierde en el frenesí de ecos que hacen retumbar el corazón como una nota de dron, un Fa o un Mi o uno de esos La Bemol permanentes y ondulatorios como un vibrato; el único riesgo es llegar a quedarse demasiado tiempo en el mismo lugar, pero Los Árboles parecen saber cuándo transitar a otro espacio sonoro para que el viaje no se estanque. Nota: hay que escucharlos bien grifo y saber que saldrás sin oídos de aquí.

Llega la policía. Dado que estamos en una casa de Valle Dorado —fraccionamiento de familias conservadoras que a estas alturas de la monotonía no tienen energías para este tipo de música—, me sorprende que el ruido haya sobrevivo hasta las 11:45pm. Pero el acelere sigue a tope: una vez que Los Árboles arrancan dejan cierta adrenalina plantada en el pecho. “Awebo, se ve que es un party chido, se están divirtiendo los morros sanamente, hora de ir a mentarles la madre”, dice con sarcasmo el desconocido uno a mis espaldas.

“Vamos a tocar una última rola porque llegó la policía… la estúpida policía”, dice Alan por el micrófono. Priscila empieza un bajeo muy característico que puedes tararear, se incorporan las voces de Alan y Pablo cantando al unísono. “Tu paranoia no va a ser real”, se escucha por ahí. La guitarra de Alexis se queda sin sonido, la raza le pasa cables, conecta y desconecta y todos van en busca de respuestas mientras la canción no se detiene. El canal eléctrico se queda inhabilitado, Alexis reacciona tomando micrófono y empezando a gritar y recitar palabras que son… ¿premoniciones? ¿Almas muertas? ¿Pedazos de programas de televisión de los 50s? En medio del caos toma su guitarra muerta, la levanta sobre su cabeza y le para el dedo al público. La música sigue, llega un shot de tequila para Alan y luego un trago de cerveza para terminar de asesinar el puto desmadre de su corazón. A las afueras parpadean las luces de la policía. Hay sinergia en el aire. Huele a mota por todas partes. “En el principio era Dios. Estoy aquí para matar y desgarrar la fisura del tiempo. Vengo a distorsionar tu alma y llenar con voracidad la realidad”.