«Otra boca del infierno», de Agustín Aguirre. Artículo de opinión publicado en La Voz del Golfo, 29 de agosto de 1890

El miércoles pasado, aprovechando que ya había bajado un poco el sol, fui a dar una caminada por el puerto y por curiosidad entré a la casa mercantil de Don Miguel González, rebautizada recientemente como La Torre Eiffel, en honor al moderno monumento inaugurado hace poco más de un año en la Exposición Universal de París. El reflejo del buen gusto francés en la fachada del edificio es reconocido inmediatamente por el caminante que pasa frente a él. Por mi parte, quería corroborar si ese mismo gusto, no sólo francés sino cosmopolita, se reflejaba igualmente en el interior y en los productos que ahí se exponen y venden.

Pude comprobar que los rumores y los anuncios publicitarios no eran infundados: bajo sus finas maderas labradas para la viguería, se hayan tapicerías y mobiliario, grandes espejos enmarcados y vitrales interiores transportados desde Europa; las artísticas colgaduras imprimen en el extenso y refinado surtido de la casa una potencia visual ad hoc con los aparadores de cristal, que apenas y hacen notar las elegantes oficinas de venta y las sobrias bodegas en las que se guardan los géneros y toda clase de artículos de fantasía, ya sea para las señoras o para los caballeros que gustan del buen vino, los puros y el licor. Contiene así mismo –como una cajita de joyas– productos nacionales e importados, ferretería y mercería para toda clase de ciudadanos merecedores de distintas opciones en su vestir, así como en el amueblado de sus casas, pues se ofrecen vasijas esmaltadas, arneses, artefactos para tocador, alfombras, lámparas y cristalería, muebles en los que no falta ni sobra el detalle arabesco y el terciopelo. En mi imposibilidad de hacer un inventario completo, agrego que la casa comercial cuenta con champán de Clicquot y zapatería del vecino país del norte, así como madera que almacenan prudentemente en patios y cobertizos construidos para ese efecto.

Naturalmente, lo antes enlistado puede observarse por el cliente, exhibiéndose todo en la planta baja del edificio. En la planta alta se encuentran las habitaciones privadas de la familia, en las que imagino, basado en el vistazo que he dado a la tienda y en conversaciones a pie de calle, alimentadas por rumores de alguien que conoce a alguien, un imponente espejo en la sala de estar, en el que las señoritas de la casa se ven a sí mismas luciendo algún vestido negro de encaje azul celeste, u otros que les gusten tanto como ése. He escuchado que los colores claros de la casa están adornados con cenefas de motivos florales, paisaje de fondo para la caoba de las esquineras, de delicado diseño entre poltronas, mesas y cómodas, vitrinas y libreros que son fáciles de adivinar, como la ambientación de las habitaciones forradas de murales en los que se perpetúan querubines y nubes, altas camas cubiertas con pabellones, burós y un imprescindible tocador soportando más de un par de cajitas musicales.

Pero basta ya de distraer a mi amable lector con cosas que no me constan, así estén basadas en la confiable voz popular. Quiero expresar, por otra parte, el deseo de que al menos una mínima parte del buen gusto de Don Miguel González fuese adoptado por los dueños de las minas de El Triunfo, San Antonio o El Boleo, o por quienes están a cargo de ellas en calidad de «mandarines». Si bien Don Miguel González no es originario de esta California, sino de Durango, se ha ganado el aprecio de sus pobladores, al tiempo que aporta enormemente para que nuestra tierra sea productiva, como si le tuviese un amor de nacimiento.

Ah, pero qué ironía que su gusto francés, europeo o norteamericano, no se haga patente en los franceses y americanos que están a cargo o son dueños de las minas de los mencionados pueblos. Si tan solo una pequeña, pequeñísima parte de ese gusto se aplicara al trato y a la acomodación de los trabajadores de esas minas, su condición se vería modificada más que notablemente, pues hoy en día, y desde hace décadas, padecen los más ignominiosos abusos de sus superiores, que sin excepción alguna esperan la oportunidad, o la provocan, para aumentar aun más esos abusos contra las ya enflaquecidas almas de estos hombres. Los empresarios europeos y norteamericanos no han mostrado ¡qué digo poco! ¡ni una pizca del gusto en los productos y el buen trato con el que es atendido un cliente por cualquier empleado de La Torre Eiffel, así sea del rango más humilde! En cambio, sus trabajadores son persuadidos con engaños para ser exprimidos, e incluso traídos desde el otro lado del mar, algunos con sus familias, hallando en nuestras tierras el callejón sin salida y la desolación absoluta. No hablo a la ligera ni afirmo sin tener los indicios a la mano.

Si quiere, amable lector, puede consultar con quien esto escribe la desesperada correspondencia que lanzan estos pobres a sus lugares de origen, para que se les den los medios de regresar, pues los enganchadores como el señor Granger han ejercido la mentira a sabiendas de los costes del transporte, y una vez aquí se les cobra el pago de la habitación, que no es más que una choza pequeña con un catre, misma que algunos rechazan por no poder pagarla y duermen en las grutas de los cerros para ahorrarse una buena cantidad de su humilde sueldo, que se les va en la compra del agua, ya que de la que son acreedores, un balde, es insuficiente e infectada del letal residuo de los trabajos de la mina. Así mismo, se les reducen sus ganancias en la compra del aceite para las lámparas, que debería ser proporcionado por la empresa minera.

Es decir, tienen que pagar el aceite de las lámparas y de no optar por el alquiler de las inhumanas chozas se les cobra también un real, acorralados, entonces, por todas partes, como si sus patrones fuesen más peligrosos que los animales salvajes que habitan en la zona. Por si esto fuera poco, quedan endeudados con el tramposo truco de la tienda de raya, que cobra intereses si no pagan a tiempo sus malos y caros productos, sean comestibles o de uso personal, y al estar coludidas con la empresa, que paga a destiempo los sueldos, los intereses hacen que el trabajador permanezca endeudado. En los periódicos de allende el mar, como en el Diario de Obregón, muchos se han quejado de estas multas y muchas otras, entre ellas la multa impuesta por hablar, ¡sí, hablar!, de las condiciones en las que se encuentran. Lo que se veía como un brillo de esperanza, no ha sido para ellos otra cosa que la «boca del infierno», como lo diría en 1550 Domingo de Santo Tomás Navarrete, refiriéndose precisamente a una mina, la del Potosí.

Y es que parece que estos empresarios han venido cegados a esta tierra y en su avidez no quieren dejar piedra sobre piedra; si sólo tuvieran unas migajas del trato que uno recibe en La Torre Eiffel de Don González, pero en cambio están hechos de la misma cepa que da vida a los más viles y detestables personajes de Balzac o Dickens. Están muy equivocados, sin embargo, si creen que un sueldo como el que ofrecen, y que además no pocas veces pagan a través de vales para usarse en la tienda de raya, y no dinero real; están muy equivocados, digo, si creen que ese sueldo disimula al estado de explotación y esclavitud con el que son apaleados sus valientes trabajadores. Algo habrán de hacer, si todavía les queda un poco de instinto de supervivencia.

Lo han intentado, con poca voluntad y tino, al reclutar empleados extranjeros que, al no estar acostumbrados a permitir este tipo de tratos, y teniendo recursos para viajar de vuelta, no han durado ni dos semanas en sus nuevos empleos, considerándolos imperdonables, como seguramente lo considere cualquiera que trabaje más de diez horas dentro de una mina a cambio de los nulos provechos que saca de ella. Y con una necedad del tamaño del ancla en que exportan el producto succionado de esta tierra, han aumentado los pesares a los empleados nacionales con los que ya contaban, sabiendo que no habrá otros tan indefensos que toleren esa vida. Pero que no se equivoquen. Que no se equivoquen al pensar que un cuerpo golpeado por el trabajo diario y el hambre no guarda fuerzas de reserva, pues aun un perro fiel, cuando es maltratado por el amo, salta al cuello de éste, tarde o temprano, con el hocico abierto, cuando ya la rabia es incontenible.

Voy a referirme, por último, a dos casos lamentables de desaparición en el pueblo de San Antonio. Se trata de un joven y una joven, de 14 y 16 años de edad, respectivamente. El joven desapareció en febrero del año en curso y la joven a mediados de septiembre, por lo que no se cree que hayan escapado impulsados por un romance, aunque no se descarta. Esto aparentemente no tiene relación con la minería, si no fuese porque el pueblo fue fundado con estos fines y porque ya se desató la serpiente de la calumnia, sin las pruebas en la mano, de que la pareja pudo haber sido desaparecida por alguno, o algunos, de los trabajadores «enloquecidos por el alcohol». Como yo tampoco tengo pruebas para defender a nadie, y no soy abogado, sólo me queda la presunción de inocencia, para aminorar el nuevo estigma que ahora se agrega al via crucis de los trabajadores.

Me despido acalorado. Una reacción natural, teniendo en cuenta el clima de esta tierra. Le deseo al lector una feliz semana junto a su familia.

Por Octavio Escalante