Por Arcelia Pazos con fotografía de Tania Lomelí

Ahora que ya se apaciguaron las felicitaciones por el Día de las Madres y que, por un lado, un montón de señoras ya recibieron las flores del año, y por el otro, ya se reflexionó acerca de quienes no celebran porque son víctimas indirectas de desaparición forzada o feminicidio, me parece que podemos platicar con menos ruido.

Cuando leo frases como “Ninguna madre debería pasar el 10 de mayo buscando a sus hijos e hijas”, entiendo su peso y el llamado de atención en el contexto de las familias defensoras y buscadoras de justicia, incluso siendo una fecha tan patriarcal. Lo cierto es que eso no debería ocurrir en ningún día del año, no sólo por el ideal de que no hubiera desaparición forzada ni feminicidio, sino porque, en primer lugar, y aunque reconozca con bastante claridad e impotencia el nivel de inutilidad de las instituciones, hay instancias a las que se les paga para resolver esos delitos, desde la prevención de violencias, hasta la procuración de justicia, y en segundo lugar porque, en todo caso, las demás personas tendríamos que acolchonar los afanes de buscar y encontrar con vida, y volver propios los quehaceres de exigir lo justo, aunque no se trate de nuestras familias.

Si bien, esto lo convierte en una triple lucha: ante la pérdida que causa el propio crimen, ante el Estado negligente y omiso, y ante la sociedad que, por temor, indiferencia o desgaste, no colabora en la problemática, no es mi intención glorificar a nadie por dedicar buena parte de su vida a la búsqueda de seres amados o de justicia, o de colocar a madres víctimas indirectas en pedestales que las conviertan en íconos o personajes, pues considero que recaer en etiquetas de lideresas, diosas, heroínas o hasta mártires, dista mucho del ejercicio colectivo de asumir los problemas sociales como nuestros y no como ajenos, y puede, incluso, reforzar los estereotipos de que las madres todo lo pueden, que nunca se cansan o que si alguna no busca justicia para sus hijos e hijas, no es lo suficientemente madre. 

La cosa es que las mamás no lo pueden todo (mucho menos solas), se cansan y tienen derecho a vivir las pérdidas y la zozobra de la desaparición sin mover un pelo en las instancias de justicia pero, ¿cómo acompañar y colectivizar más en estos asuntos difíciles si, de hecho, hemos crecido con maternidades individualizadas? ¿Cómo desarmar, a medio camino, las nociones tan arraigadas de lo que es o podría ser maternar? ¿Cómo evitar pasar por encima de las necesidades de las víctimas y no hablar por ellas, sino con ellas? 

Diría que de poco a poco. 

Este 9 de mayo se cumplió un año de la primera protesta por el feminicidio de Daena Segura, asesinada en Ensenada el 29 de abril de 2022 por Jesús Adrián Meléndrez Meza ‘El Tito’, su ex pareja. Desde aquel día, integrantes de diversas colectivas, gente a título personal, periodistas y personas comunicadoras, además de amistades y algunas familiares, hemos acompañado de múltiples formas el proceso de exigencia de Selene Rojas, madre de Daena, con la conciencia de que la justicia para una es justicia y prevención para todas. Este caminar nos ha hecho aprender, tropezar, sentir muchísimo y conocer el dolor de otras víctimas. La voz que ya no es de Daena, la tiene su madre, y antes de que resuene hacia afuera, ha encontrado eco y abrazos entre quienes estamos cerca de ella. Podría hacer una larga descripción de lo que vuelve a Selene una mujer admirable, y entrar en detalles sobre todo lo que ha logrado para investigar y dar seguimiento al crimen contra su hija, porque llevar el caso hasta la Gobernadora o el  Presidente ha sido por gestión propia, sin embargo, insisto en no convertirla en una figura idealizada que le genere más carga que alivio, pero sí reconocerla humana y, particularmente, víctima, desde la conciencia de que toda madre requiere maternar y luchar en manada.

Quienes acompañamos a Selene, no sólo hemos testificado el ahínco, la rabia y la tristeza que le mueven para lograr su objetivo, sino que hemos desarrollado junto a ella, un proceso de respeto mutuo a nuestros saberes, sentires y tiempos para elaborar, apoyar, construir y resistir desde la empatía, la horizontalidad y la solidaridad que requiere una madre víctima para confrontar a quien sea necesario, sin olvidar la necesidad de compañía, cuidados y autocuidado, lo que ha sido un tejer lento para reconocer que todas las personas (madres o no) podemos gritar, callar, hacer pausas, pedir ayuda, poner límites y compartir nuestras vulnerabilidades para que duelan menos.

Mencionar que hay un esfuerzo colectivo para que la voz y el rostro de Selene sean el centro de su propia lucha –nuestra lucha–, no es un asunto de presunción ni protagonismo, es un manifiesto que respalda sus acciones y que, como en otros casos de acompañamiento a madres víctimas, afirma: ¡No está sola!