Mario Jaime

La angustia del amor, la posesión, el deseo, el eterno determinismo endocrino, sanguíneo que se troca en erotismo y se pierde en el vacío de la palabra. De eso trata “La ciruela”, obra de Christopher Amador, un teatrema un juego dramático sobre el ciclo sin fin entre un hombre y una mujer. El autor nos dice entre sus brumas mnemotécnicas que escribió este drama a los 17 años, imbuido en lecturas y hormonas; le creamos o no si uno ha seguido la producción de Amador descubre que es una de sus mejores obras.

El un montaje está a cargo del director teatral Alfonso Álvarez Bañuelos.

Según Amador, sus musas fueron diversos clásicos como el momento del balcón de Julieta ante Romeo, pero bebió más de Castelvines y Monteses de Lope de Vega en donde el amor que arde es de Roselo y Julia; e incluso cita a Lope de Rueda y El Público de García Lorca.

Sin embargo, cuando uno accede a esa ciruela, no es a Shakespeare a quien remite sino al Génesis.

Los amantes son Adán y Eva en la juventud del mundo y la ciruela es el célebre fruto que los expulsará de un Edén incomprensible. Luego hay un guiño a Pirandello en donde la metaconciencia da lugar a la metaficción.

El lenguaje es la mejor virtud de la obra. La Ciruela es un poema continuo donde la eufonía del texto fluye con visos lorquianos y encuentra una y otra vez excelentes hallazgos fogosos y envenenados. Se agradece el teatro en donde la palabra es protagonista, el teatro que vuelve y no puede salir de su origen, el canto, el coro, lo musical del logos renovado en mito.

La Ciruela la ha montado Alfonso Álvarez Bañuelos, el mejor director teatral en Baja California Sur. Como un ejercicio actoral, Alfonso nos regala un alimento dramático de estampas, de cuadros veloces y precisos, repeticiones para experimentar diversos tonos, danzas en donde el poema de los versos se transmuta en la poesía del movimiento.

Maestro de la metonimia, el director nos regala varias metáforas visuales: la estridencia de la trompeta como defensa en contra de la seducción cuando antes su melodía provocó lo contrario o la onda umbría como unión carnal.

La sombra aparece como un personaje simbólico, hilo conductor entre los anhelos de los amantes y sus corazones que se arraigan y desgarran ante la marea de un arquetipo eterno. Olas de sombras y brotes de luz ante la condición humana.

Pero no, no es Romeo y Julieta, ni Adán ni Eva, pues el conflicto es más ontológico. El conflicto de Romeo es político, social, entre la moral y la ética, el conflicto de Julieta es peor por su condición femenina. El conflicto de Adán es la desobediencia, no tanto el deseo por su costilla, ni siquiera está claro si se amaban.

En la Ciruela los personajes no soy personas, solo máscaras, detrás de ellos solo hay palabra o sea nada. ¿Qué se dice después de las relaciones sexuales? ¿Para qué? No hay trama, pero sí hay conflicto; no hay historia, pero sí un relato. El conflicto es el significado mismo de lo que se pretende significar. La poesía de Amador es monotemática, su obra gira una y otra vez en la obsesión por el lenguaje, las pesadillas de Wittgenstein, la horrenda sensación de que no hay epifanías sino algoritmos posibles.

La angustia de sus “amantes” no es por su deseo humano, sino resulta abstracto y por lo tanto más hiriente. Es un drama metafísico, pero de una ontología analítica, los personajes parecen atrapados en un bucle infinito y eso es justo lo que la dirección de Alfonso pone en relieve en su final que es el principio.

¿Quiere usted sentir buen teatro?

Si le gusta el veneno, lector, acuda este sábado 29 de abril al Teatro Juárez en el centro de La Paz y analice un poema en movimiento. Alfonso Álvarez Bañuelos dirige a Mónica A. Cristerna y Alonso Zepeda que se sumergen a la dulce cabeza de los ahorcados.