Podrán inculparnos a muchos de nosotros cuando de verdad sentimos algo, y queremos que ese sentimiento se destruya junto con nosotros. No es el amor complaciente y abierto con el que se hacen demasiadas cosas para seguir la floración de la vida, sino ese otro sentimiento de destrucción placentera en la que uno se da por satisfecho, con la complacencia del otro– nunca sin ella.

En esos estercoleros se cocina tanto la carne que con la presión mínima de un dedo se deshace. En esos estercoleros una palabra, un mensaje, una foto sin más delicia que la de la imagen del minuto se abraza a la cebolla endulzada que llevamos dentro, y deglaseamos todo el residuo para que el caldo siga con mayor sabor.

Podrán inculparnos, sí, de no armar una familia y es que casi siempre quienes deseamos esto hemos perdido la esperanza de eso, y buscamos, evitándolo, el atropellamiento, la zona oscura del diablo en el hígado, la boca floja que hace de nuestra cara una diana para un disparo.

Venga ya, que aquí te tengo, con este candor de vagabundo corazón, y así quisiera, pero el abrazo es tan lejano: no importa, lo he visto tanto. Así lo tengo entre mis sienes.

Quizá me he equivocado queriendo ser lo que soy y en realidad tengo alma de ballena, sumergiéndome en las antigüedades del mundo a través del agua salada y de mis cantos y mis llantos, que resuenan entre las especies y entre los arponeros pescadores.

Estoy en la superficie, no lo niego o, más bien, eso parezco, pero ay de mí que no estoy sumergido entre un azul oscuro, en un oscuro azul siendo un pequeñito cuerpo humano que ve manchas de orcas acercándose.

Soy una presa, definitivamente, del mar, de las orcas, del tiempo, de ti.