Por Octavio Escalante:

Y bueno, en resumidas cuentas, que no hay cómo clasificar a la identidad si no es con una dosis de arbitrariedad que puede obedecer a un sentimiento honesto de pertenencia a algo, a una región, a una costumbre, incluso a gustos literarios o a una revisión que obedece también a la postura de en qué bando está uno en cuanto a los cambios de nombres se refiere.

¡Los nombres! Válgame Dios, qué difícil ha de ser elegir el nombre para una nación entera o más para una sola península ya de dentro de otra nación, como nuestro diestro brazo de las Indias, más largo aun que la península de Italia.

No es nuevo el ataque entre unos y otros respecto a lo que es ser californiano, o lo que debería de permanecer con la palabra California, Baja California o Baja California Sur. Sin duda, a nivel internacional quienes van ganando la batalla intelectual de si llamarle de una u otra forma a la media península, son los promotores de las carreras de Off-Road, que con un sin igual frente publicitario, hicieron de este apócope una marca, que ya no sólo se usa para la Baja Mil, sino para peluquerías, grupos de rap, agencias de turismo, foto o festivales de todo tipo en los que ni el sur ni el secreto lugar que nadie ha visto nunca y sólo sospechan a través de uno que otro cantar, muestran la palabra California.

Oh, pero hay quienes defienden y también especulan sobre el significado; se fortalecen de hecho con las características del arco de Los Cabos y justifican de esa manera que –o bien de ello se hablaba en las Sergas de Esplandián; o bien, se parecía demasiado en lo descrito en uno de sus capítulos, como si no hubiese peñascos en tantos lugares del mundo –también cerca de los antiguos turcos a propósito de Constantinopla.

Y hablando de antigüedad, otros apelan a lo verdaderamente antiguo, para hacer malabares con el Ariapí, al menos, ante lo cuál salta desde las gradas como un fanático de la teoría de la identidad el jamaiquino Stuart Hall para correr por el campo de fútbol desnudo, empuñada la bandera cuya larga leyenda dice que la identidad es algo que tiene un punto, del cual se parte y se modifica con el tiempo a pesar de su fijeza, pues se van agregando elementos, cuando no todos los símbolos antepasados siguen identificando a los nuevos engendros.

Que siga la batalla, mientras en el presente, donde hace un calorón que pasma y del que no parece haber registro en las Sergas de Esplandián – y que a mí me parecería memorable– nos identifica a todos y nos convoca a una unión que se limita a cosa tan sencilla como un chingazo de gotas de sudor cada día. Al menos hasta que llegue la única otra estación existente en la media península: un tímido otoño.

Primeramente admito mi ignorancia; y segundo, valoro los años de lectura sobre la región, que han tenido a bien llevar como profesión suya diversos sudcalifornianos a través del tiempo de una vida. Pero sobre todo celebro que estas disputas den pie al menos a un par de teorías conspiracionistas, como de que detrás de la conservación del nombre «original» –original desde los españoles– se esconda una paulatina apropiación del terreno por el país del norte, cuyo estado de California es innegablemente conocido por su nombre y por el cine en todo el mundo.

A mi fuero interno prefiero regalarle el nombre de Sudcalifornia, sumamente impreciso, y del de Baja California Sur sólo espero no se le agregue una palabra más, porque en todo caso sería más hermoso nombrarla con un endecasílabo. Me coquetean las ganas de proponer nombres para ella, como el de Hermética Península, pues desde mi personal estadística son los masones quienes terminaron forjándola y rolándola– y mucho también, que es lo que de verdad se venera como historia fundacional, los jesuitas que como lo dijo Umberto Eco: son masones con falda. Otro nombre es uno que vi por ahí, autoría de un conocido mío que espero lea este comentario: Península Barataria, haciendo alusión a la isla que se le prometió a cariñoso escudero en más de mil páginas sobre un loco amante de las novelas de caballería.

Abajo de un mezquite esto nos preocupa menos que quitarnos el calor, con cualquier cosa, con la saciedad de la sed peligrosa; con frescura de los peces macerados en limón; fruta que no estuvo ahí desde siempre, y peces que abundaban y de los cuáles se dice en las crónicas que parecían salir del agua para que los tomaras; así lo decían, creo, en sus reportes inflados enviados a los reyes para que no dejara de caer el recurso sobre las avanzadas en «países» probablemente inhóspitos, en los que bien o mal ya se vivía, tirados en la playa bien baquetonamente.