Mario Jaime Rivera

Mis obras completas de Shakespeare (que en realidad son suyas) están ajadas, agujereadas por termitas, mojadas por tormentas y viajes en lancha; percudidas por tierra y caminatas en el desierto de la Antigua California. Es un deleite palpar el libro casi deshojado, respirando vivaz porque ha vivido.

Es evidente que la lectura me llevó al deseo por escribir y en ese duro camino me di cuenta de que para decir algo se tiene que haber vivido. Envuelto en educación, prejuicios y memes insalvables como el lenguaje; la escritura se convierte en el territorio mágico donde el pensamiento puede fluir hacia un análisis crítico de sí mismo como un probable espejo distorsionado de la realidad. El sesgar cataclismos y dejar sentencias en el papel efímero; para que luego se perviertan en el teatro o se purifiquen en la mente de los lectores puede ser una forma de lucha también.

Quizá Michel Onfray, Fernando Vallejo y Eduardo Galeano me han enseñado que la dignidad puede escribirse. Y que no hay que temer a las palabras sino aceptarlas como nuestras amigas venenosas y generosas.

Un hada me dijo un día que sólo vale la pena publicar libros geniales y luego quemó su novela sobre una mujer que se convertía en bosque. Atento a eso, la prerrogativa me la puso altísima, pero como escritores debemos aspirar a eso, el libro es maravilla o no es.

De estos puedo enumerar Los papeles salvajes de Marosa di Giorgio, La diosa blanca de Graves, Tadeys de Osvaldo Lamborghini, El Maestro y Margarita de Bulgákov, El golem de Meyrink, Heliogábalo de Antonin Artaud, Su nombre era muerte de Rafael Bernal , Solaris de Stanislav Lem o El único y su propiedad de Max Stirner.

Escribir es predicar en el agua, leer es compartir demencias, enamorarse de las patologías de algunos poetas. 

Decidí escribir también porque no puedo hacer música y tengo que conformarme con las palabras, con la limitación de un lenguaje escrito y hablado que ni siquiera he inventado. Pienso que la escritura es una perversión humilde de verdaderos lenguajes sublimes como la música o el susurro de la brisa entre los árboles.

Ahora habito en una ciudad con un grado de analfabetismo funcional gigantesco en un país con un grado de analfabetismo funcional triste e indolente; eso podría desilusionar a cualquiera que escribe. ¿Para qué escribir? ¿Por qué? No se escribe para ganar dinero solamente, o para volverse mediáticamente famoso, sino para dejar un legado efímero de qué podemos ser parte de una comunicación que contradiga la estupidez del ruido diario, de la parafernalia de la tontería que reina en la mente de nuestras generaciones.

Escribo como traductor. Mis traducciones son traiciones al caos para volverlo cosmos. Se traduce lo que sentimos cuando el sol nos quema, cuando la diosa nos besa, cuando nos da narcosis a treinta brazas de profundidad. Esa traducción de la poesía permea la tinta en hojas estupefactas. Escribir es un tenue intento de poesía. Pero la poesía está en la sonrisa, en un pan, en el clavado de las iguanas, en la carrera parásita de un acantocéfalo, en el abrazo, en el silencio del beso, en la evaporación de los protones. Los poetas ahora son los físicos teóricos, los matemáticos, los biólogos teóricos que se meten a filosofar sobre la evolución. La ciencia ahora se contagia de llamaradas metafóricas para tratar de expresar lo que los números modelan sobre una realidad estratosférica. La filosofía es feudataria de la ciencia y sus límites se confunden. Vivo un siglo donde el problema de la conciencia entra ahora en el lenguaje matemático a través de las redes neuronales, de la quimiosíntesis, de partículas invisibles que danzan hacia los conceptos. Así como el Big-Bang sustituye a Dios, es una delicia leer el Canto cósmico de Ernesto Cardenal de la mano de La mente nueva del Emperador de Roger Penrose. El problema de que significa la luz, los agujeros negros, la anti materia, los pulsares o los priones que saltan molecularmente, las discusiones de si los virus son seres vivos o no, o si algunas moscas pueden ver el campo electromagnético, rayan en la poesía más abstracta, delirante, loca. Y podemos abrevar mejor del Empédocles de Hölderlin si nuestra sed ha encontrado que es imposible sintetizar el agua a pesar de conocer su configuración molecular. 

Sí, los libros, las lecturas, la palabra, los lenguajes son demencia. Forman la mente, alejan mentes que se caen a pedazos como un insecto que va mudando.  Leer es demencial, nos conforma con multitud de pensamientos de humanos distintos. Entre más leemos más poli neurales somos. El lector se parece al personaje del relato de Lem: Przekladaniec, un piloto que ha recibido tantos trasplantes que ya no sabe cuántos hombres es.

En el mismo sentido, escribir es locura y qué bello es ser loco así. Pues esa palabra trató de desacreditar a un verdadero poeta como fue Lucrecio Caro. Loco como Lucrecio, estigma que inventó “San” Jerónimo al atacar a un filósofo ateo que se suicidó por amor a una mujer. El objetivo de Jerónimo era desacreditar las opiniones geniales y la filosofía que contradecía las creencias cristianas. Eso debe ser el escritor, un loco, un trasgresor de lo políticamente correcto, de la moral impuesta, de la mojigatería ramplona. Algunos escritores son locos, ellos se acercan al poeta. Enloquecer es valentía, escribir hacia la sangre exige saltar, cruzar un umbral, valerse de la razón para encarar a Dionisio.

Y como un día me dijo el viejo maestro; si no lees no sucede absolutamente nada, pero si lees te pasará todo.