Mar Guerrera

Desde diciembre pasado quise escribir sobre violencia sexual[1], pero se atravesaron los viajes y las festividades, luego se agolparon los recuerdos y se abrieron algunas cicatrices. Sin duda las geografías, los espacios y el movimiento marcan la pauta para que una logre o no escribir, también lo hacen las historias, las que traemos a cuestas, múltiples y complejas, que se interrelacionan con el contexto, con el aquí y el ahora que cada una experimenta. Mi diario ardió con notas sobre “el tema”, con cuestionamientos y heridas, pero no pude pasar de eso, de unas cuantas palabras esparcidas. Después, el silencio. 

Escribir desde la herida no es fácil. Abrir la llaga pausó mi escritura, y suspenderme la voz escrita me acarreó malestares. Una violencia sutil, un destrato de mí hacia mí, el reclamo a mi dificultad de procesar más rápido el reconocimiento de haber sobrevivido a situaciones de violencia sexual. Fue el sistema encarnado, lo sé, la exigencia de hiperproductividad capitalista, el mandato de levantarse, sacudirse las rodillas y seguir; de sacar algo “positivo” de los agravios vividos. Lo sé, pero eso no evitó sentir culpa por abandonar la escritura, por no saber cómo empezar, cómo continuar.

Lo personal es político, dijo Carol Hanisch,[2] así que, si quiero escribir sobre los malestares a partir de la violencia sexual o de las violencias que cruzan mi dimensión erótica y cómo influyen en ella, empezaré por admitir que leer teoría feminista y hablar con otras mujeres sobre el tema, fue lo que me permitió saber que el problema es sistémico. La “terapia política” (Hanisch:1969) me permitió descubrir que la violencia sexual no me alcanzó solo a mí, sino que es un asunto estructural y que en México desafortunadamente atraviesa la vida de muchas niñas, niños y mujeres[3]; también, que las características de dicha violencia van más allá de las ideas hollywoodenses, y que socializarlo en grupos de autoconsciencia puede ayudar a reconocer cada transgresión a nuestra sexualidad, así como a liberarnos de la culpa, el miedo y la vergüenza.

Dialogar sobre la erótica y la sexualidad, desde una perspectiva feminista, implica recurrir a la propia historia, valorarla, situarnos en el contexto general, así como el de cada una, tomar como clave “la pregunta” y conducirnos siempre desde una filosofía de la sospecha. Desnaturalizar las ideas que nos inculcaron sobre la sexualidad como algo meramente reproductivo, sucio o lascivo; luego, cuestionar cada uno de los seudovalores femeninos impuestos, como el recato o el silencio. Podemos preguntarnos, por ejemplo, por el placer, el dolor, el deseo, las fantasías, el miedo, la alegría, la vergüenza, la sensualidad, la culpa y el gozo en relación con nuestra dimensión erótica en cada etapa de nuestras vidas; dónde lo encontramos, cómo lo vivimos, qué representó y representa para cada una, derivado de qué modelos, etc. Es ahí donde muchas encontraremos las huellas del poder y la dominación sobre nosotras, y también las claves para sanar las marcas de la violencia. 

México es un país con una cultura erótica dominante[4] inmersa en la cultura de la violación,[5] “esto es el caldo de cultivo necesario para que se produzca violencia directa, la culpabilización y la estigmatización de las víctimas, así como la impunidad de los agresores” (Amada Traba y Chis Oliveira). Así que es de esperarse que, al reunirnos a conversar sobre erótica, muchas de nosotras reconozcamos cicatrices emocionales, violaciones o abusos que nos lastimaron o que nos siguen trastocando, complicando muchísimo nuestra relación con el ámbito sexual y erótico.

La violencia sexual en la infancia no trastoca aún en la vida adulta no necesariamente porque no podamos “superarlas” o para ser las “víctimas perfectas”, sino porque hacemos consciente que esa situación es generalizada y que sigue siendo la realidad actual de muchas niñas, niños y adolescentes. Porque nos sentimos frustradas al darnos cuenta que en muchos espacios aún es un tema que no podemos hablar libremente. La cultura de la violación enmarca muchas de nuestras experiencias, con consecuencias como estrés postraumático, ansiedad, erotización de la violencia u otros aspectos que dificultan vincularnos sanamente con otras/os, que nos merman autonomía.

Muchas veces abordé el tema en los círculos de mujeres, pero nunca dolió tanto como cuando enlisté para mí las experiencias de abuso y violaciones; por un momento creí que mi mente se fragmentaría para siempre (afortunadamente conté con una amiga que me dio contención y escucha amorosa). Es fuerte darnos cuenta de las múltiples veces que sucedió, recordar los espacios, las personas. Es complejo compartir estas situaciones colectivamente y preguntarnos qué estamos haciendo con eso, qué sentimos, qué pensamos, cómo deseamos actuar al respecto, qué implica eso en la forma en la que nos relacionamos eróticamente con otros y otras, ¡con nosotras! Cómo se asume la existencia y su sentido vital desde esa consciencia profunda y dolorosa.

Abordar la erótica, desde el feminismo, también conlleva pensar dicha dimensión como una construcción sociopolítica-cultural, lo que nos permite entender cómo también se constituye subjetiva y colectivamente a través de ciertos discursos, creencias, prácticas y normas. Por otro lado, nos lleva a pensarla “abierta”, con la posibilidad de crear nuevos imaginarios y relatos desde dónde nutrirla y, por lo tanto, transformarla o encontrar otras formas de explorarla y disfrutarla. Esto abre diversas rutas de reflexión, pero aquí me interesa centrarme en el reconocimiento de la violencia sexual, en cómo ha marcado mi vida y la de las mujeres que me rodean, principalmente cómo ha influido en la forma en la que conectamos con nuestro deseo y nuestro placer sexual.

Quiero mostrar diversos relatos que al ponerlos en un mapa de diálogo visibilizan líneas de conexión que dibujan la cultura de la violación de nuestro contexto, esperando que con ello otras mujeres puedan tomar consciencia, hablarlo, compartirlo y liberarse de miedos o culpas. También que, si algún varón aliado me lee, comparta con otros las cuestiones que aluden al trabajo que les toca para erradicar la violencia sexual principalmente hacia nosotras; y para poder hablar de sus propias historias como víctimas de estas violencias. Por último, quizás alcance a esbozar narrativas otras que nos lleven a experiencias más liberadoras y satisfactorias.

  • Hace años mi madre me contó que mi abuela paterna alguna vez le compartió, con tristeza y resignación, que cada vez que mi abuelo quería “estar con ella”, le daba una patada y la aventaba a la cama. Recuerdo que aquella historia fue tan impactante para mí, no podía creer que “el sexo” o “el acto de procreación” por llamarlo de algún modo, fueron violaciones sistemáticas para una de mis ancestras. Fue doloroso pensar que no fue la única, y que seguramente no será la última.
    En algunos talleres conté ese relato cargado de violencia, y para mi sorpresa detonó muchos testimonios. Ciertas mujeres respondieron con historias similares de sus bisabuelas y abuelas, incluso de sus madres; otras, las menos pero no inexistentes, de ellas mismas. Para muchas esa fue la primera ocasión en la que pudieron verbalizarlo.  
    ¿Qué implica para una asumir que la mayoría de las mujeres de su linaje han sido violentadas y abusadas sexualmente? ¿nos sirve para comprender a nuestras antepasadas? ¿para entender la nula educación sexual en nuestra familia? ¿quizá para comprender el miedo transmitido, o el montón de estigmas y el silencio sobre el tema en casa?

Quisiera que esas historias estuviesen solo en el pasado, pero basta rascar un poquito para que salgan a la superficie algunas experiencias sexuales cargadas de coerción, de chantaje, de presión, de insistencia, de engaños y sustancias que alteran la consciencia, de violencia pues. Visto así, quizá no estamos tan lejos de la experiencia de la abuela.

  • Otra de estas violencias es la nula o distorsionada educación sexoafectiva, el rechazo a nuestras funciones fisiológicas, la imposición de silencio, y la hipersexualización de nuestros cuerpos. A través de las instituciones patriarcales y sus discursos, las niñas y mujeres seguimos educadas como seres para los otros, bajo la mira del deseo masculino como forma de legitimarnos, con estándares de belleza inalcanzables, con una relación corporal y sexual cargada de culpa, miedo y vergüenza. Nos educan para amar incondicionalmente, para perder individualidad al entregarnos por completo a un ideal romántico, a una persona, lo cual nos lleva a reducir nuestra sexualidad a la procreación o al placer ajeno.
    Normalizamos que la iniciación sexual solo es a partir de la penetración, además de que damos por hecho que conlleva dolor.

    Durante muchos años desconocí mi vulva, mis zonas erógenas, mis ciclos, renegué de la menstruación y del vello corporal; me sentí culpable por disfrutar de la masturbación. Como mezcla rara con todo eso, buscaba insistentemente ser objeto de deseo principalmente a los ojos de otros. Mi excitación y parte de mi placer sexual dependía mucho de sentirme deseada e hipersexualizada. La desconexión era tal, que, si sufría algún tipo de violencia o abuso en lo sexual, solo podía culparme, pensar que lo merecía.  Hasta que un día -de la mano del feminismo- me pregunté en qué momento priorizaba ser sujeta deseante, qué deseaba verdaderamente; cuál era el placer que quería y merecía.  

  • Desde la carente o nula educación sexual en casa y escuela, así como desde medios de comunicación y productos culturales, también se alimenta el juicio o amenaza a nuestra libertad sexual. Nos siguen dividiendo entre “putas” y “santas”, entre las que merecen respeto y relaciones formales, y las que solo son para divertir y satisfacer otras sexualidades.
    Cuántas de nosotras no iniciamos la vida sexoafectiva creyendo que “si te acuestas en la primera cita, no te tomará en serio o verás que eres fácil”, “que, si eres tú la que se acerca, la que propone, la que muestra sus deseos o si hablas sobre sexo, entonces vales mucho menos, o no eres digna de ser tomada en serio”.  

Este tipo de estigmas y violencias simbólicas siguen limitando nuestra sexualidad, siguen influyendo incluso en la forma en la que nos tratamos entre nosotras, en las que valoramos a otras mujeres. 

  • Nos acostumbramos a consumir productos culturales en los que la violación a una mujer se trivializa, incluso en los que se erotiza el sometimiento femenino y la violencia aparece como algo inherente al sexo, lo que sigue influyendo en que la excitación está vinculada a la desigualdad de poder. Dejamos de cuestionar el hecho de que sean esos discursos los que nutran nuestros deseos y fantasías.
    Cuántas no hemos estado con un hombre, amigo, familiar o pareja, viendo una película donde se normaliza la violencia sexual hacia mujeres, la cosificación, la hipersexualización, el engaño, el acoso, la agresión hacia sus límites personales y un largo etcétera, y ellos ni se inmutan, ni lo notan, y si decimos algo sobre sentirnos incómodas al respecto, nos toman como exagerada o asumen que es un tipo de ataque contra su persona.
    Quizá lo que no se entiende es que señalar la cultura de la violación no remite a que todos los hombres sean violadores, sino que hay un sistema que legitima la violación, que la minimiza de tal forma que se normaliza, donde el consentimiento se pone en cuestión, donde las violaciones por parte de parientes se silencian como “típicos” secretos familiares, se empatiza con la figura del violador o simplemente se responsabiliza a las víctimas.

  • A los veintitrés años fue la primera vez que me separé de una pareja “formal”. Después de un gran pleito, yo estaba muy borracha y hui del departamento donde vivíamos. No sabía a dónde ir. Recuerdo que en esa ocasión llamé a un “buen amigo” de la preparatoria con quien todavía tenía contacto, lo hice porque confiaba en él, además con frecuencia me decía que, si necesitaba algo, él podía ayudarme. Nunca olvidaré que después de que lloré muchísimo y le conté lo que había pasado y cómo me sentía, cuando quedé rendida en la cama que me ofreció para pasar la noche, él comenzó a tocarme e insistió en besarme. Aquella escena me llenó de miedo y de rabia, no podía creer en qué lógica un hombre podía ser empático, auxiliarme y a la vez creer que podía aprovecharse sexualmente en una situación así.

    Esa no fue ni la primera ni la última vez que un amigo, compañero de trabajo, vecino o desconocido quiso aprovecharse de un momento de vulnerabilidad, para “coger conmigo”. Viví y conozco infinidad de casos parecidos.
    Hombres que “las prefieren borrachas”, que aprovechan a que una esté deprimida, triste, incluso drogada para “proponer” o “convencer”, para decir un “ya estamos aquí”, o un “no prendas el boiler si no te vas a meter a bañar”, un “no te dejo salir hasta que…” o un “tú quisiste venir, ahora te aguantas”… frases, gestos, movimientos que pueden iniciar como “juego”, como “bromas”, pero que siempre terminan escalando al menos en posturas retadoras, tonos elevados y muchas otras formas que permitan conseguir lo que desean, sin sentirse como lo que son: abusadores o violadores.
    Hasta hace muy poco una pareja podía exigir sexo, quebrantar el consentimiento a través de cualquier forma de coacción, y a nadie le parecía violación.

    Sé que después de leer eso, muchas personas dirán “ay, pero insistir no es una violación si al final la mujer consciente”. Pero, es importante que entendamos algo, la cultura de la violación sustenta y reproduce mitos y estereotipos culturales que nos llevan a pensar que una violación no es real si no existe con suma violencia, gritos y armas en un callejón oscuro.
    Pero existen tantas formas de abusar y  de violar, de aprovecharse de la falta de determinación y deseo en la que hemos sido socializadas, existen tantas formas de transgredir el consentimiento de una niña, un niño o una mujer, de violentar la confianza y la intimidad, de lastimar la cuerpa y la dimensión sexual. 

  • Quizá los varones piensan que eso de la violencia sexual está muy lejos de ellos. Pero, basta preguntar a las mujeres que nos rodean para encontrar que la mayoría ha sido violentada de esta forma al menos una vez en su vida, por hombres que conocen o que siguen perteneciendo a su contexto. No es posible que estemos rodeadas/os de mujeres con experiencias de violencia sexual, y ningún hombre reconozca haber violado.
    El hecho de que entre varones no hablen sobre violencia sexual, desde la autoconsciencia y la autocrítica, sigue sosteniendo el pacto patriarcal que nutre la cultura de la violación.  

Podría seguir escribiendo experiencias propias, de las mujeres de mi familia, de mis vecinas, de mis amigas, sobre casos brutales de violaciones a mujeres y niñas que aparecen en las noticias, pero todas y todos sabemos que esas historias están ahí. Y quizá lo importante, después de reconocerlos, de nombrarlos como lo que son, lo importante sea preguntarnos (y responder si se puede), qué hacer con eso, cómo conseguir justicia y reparar el daño, y cómo hacer para que esas rupturas de silencio sobre la violencia sexual no se conviertan en discursos de terror que vuelvan a disciplinarnos, recluirnos en lo privado y en la invisibilización de nuestro placer y nuestro deseo.

Es tiempo de hablar de la violencia sexual que hemos vivido, testimoniarla, conversarla, rastrearla en la propia subjetividad, denunciarla, exigir justicia. Dejar de admitir en nuestros círculos y/o reuniones a los parientes o amigos violadores, encararlos al menos. Es tiempo de apoyarnos entre nosotras, de aliarnos para denunciar y señalar, de creernos. 
También es momento de encontrar nuevas rutas para contrarrestar esos discursos de violencia sexual y visibilizar cada vez más, de múltiples formas, las posibilidades de sanación, las otras formas de gustarnos, aceptarnos, disfrutarnos y vincularnos gozosamente entre nosotras y con algunos varones que han decidido empezar a cuestionarse y transformar sus prácticas erótico-afectivo-sexuales.

Ponerle un alto a la violencia sexual, no está peleado con buscar la forma de reivindicar nuestro derecho al placer y el deseo sexual, pues como dice Ana Requena “centrarse solo en el placer y la gratificación deja a un lado la estructura patriarcal en la que actúan las mujeres, sin embargo, hablar solo de la violencia y la opresión deja de lado la experiencia de las mujeres en el terreno de la actuación y la elección sexual, y aumenta sin pretenderlo, el terror y el desamparo sexual con el que viven. El patriarcado se alimenta de nuestro miedo. El miedo a ser violadas, agredidas, golpeadas, tocadas sin permiso, pero también del miedo a no acceder a una justicia justa, a ser penalizadas socialmente cuando transgredimos algunos de los roles y estereotipos que el patriarcado ha asignado a las mujeres. Sabemos que el miedo tiene una función buena: nos permite ponernos en alerta, protegernos, defendernos, huir. Pero tiene otra cara mala: si se cronifica, si lo que domina en nuestra vida es el miedo, entonces nos paraliza, no nos deja avanzar.”[6]

Después de ir y venir cuerpo-pensamiento, solo pude decirme que no hay una única forma de quedarse rota después de una violación. Pero, tampoco es un deber el sobreponerte de inmediato, o en cierto tiempo, después de haber sido violada. No hay un deber ser de víctima. Quienes hemos sido violadas de manera sistemática por algún familiar, o de manera esporádica-sistémica, por distintos hombres, de distintas formas, incluso de las más sutiles, sabemos que puede ser una experiencia terrorífica que nos puede destrozar por tiempo indefinido. Es como un duelo, donde nos perdimos a nosotras mismas y tiene sus tiempos complejos, sus oleadas de tristeza y furia, la imposibilidad de predecirlo, aunque también sabemos que con el tiempo duele menos, a veces deja de doler, a veces muta a la pura rabia, a veces podemos contarlo y sentirnos liberadas, después podemos simplemente brillar, florecer; ser sin partir de ahí o tenerlo cerca; o no. Cada una lo vive y los sobrevive como puede, o no.

Por mi parte, después de estas crisis, abismos, llantos y silencios, decido que hoy resisto desde la rabia organizada, como dirían algunas compañeras, desde el gusto por alzar la voz e incomodar, de dolerme sin culpa cuando así lo necesite, pero también desde la risa delirante que me brinda procurarme placer. Voy a (sobre)vivir desde el ligero temblor que me provocan las carcajadas acompañadas por el cannabis, por un orgasmo, por la complicidad y el amor (de mi gran red de apoyo). Decido vivir desde la exploración constante, desde los abrazos, los bailes, los brindis, el café, la lectura, los viajes, los proyectos feministas y todo eso que me dé placer, que me le dé sentido a mis días, a mi vida y a mis ganas de ser desde la libertad más mía.

Puedo poner punto final a este contra mapa, porque me sentí acompañada, cuidada, escuchada y amada por muchas personas. Porque he podido contar con acompañamiento psicológico con perspectiva feminista, porque he podido participar en círculos de autoconsciencia erótica feminista, porque he podido experimentar la escritura colectiva, y porque grandes mujeres me han heredado su fuerza, resiliencia y pensamiento.
Las mujeres de mi familia, mis amigas, y las feministas ancestras, principalmente: Simone de Beauvoir, Alexandra Kollontay, Audre Lorde, Kate Millet, Rosario Castellanos, Marcela Lagarde y la gran Graciela Hierro que nos legó un tratado sobre ética hedonista feminista.  


[1] Tomando como referencia la definición de la OMS, violencia sexual es “todo acto sexual, la tentativa de consumar un acto sexual, los comentarios o insinuaciones sexuales no deseados, o las acciones para comercializar o utilizar de cualquier otro modo la sexualidad de una persona mediante coacción por otra persona, independientemente de la relación de esta con la víctima, en cualquier ámbito incluidos el hogar y el lugar de trabajo.” (Jewkes et al., 2002). https://www3.paho.org/hq/index.php?option=com_content&view=article&id=3341:2010-sexual-violence-latin-america-caribbean-desk-review&Itemid=0&lang=es#gsc.tab=0

[2] “Lo personal es político”, Carol Hanisch (1969), traducción de Andrea Franulic (2016). http://www.diariofemenino.com.ar/documentos/lo-personal-es-politico_final.pdf

[3] En México, el 41.3% de las mujeres ha sido víctima de violencia sexual. Además, cada año 5,4 millones de niños, niñas y adolescentes son víctimas de abuso sexual. De acuerdo con la organización para la infancia Aldeas Infantiles, seis de cada 10 de estas violaciones se producen en casa y en el 60% de los casos el agresor es un familiar o pertenece al círculo cercano a la familia. Es decir, los violadores son tíos, primos, amigos o vecinos de los menores. (Almudena Barragán, El país). Por si fuera poco, somos el segundo destino de explotación sexual infantil en el mundo.
https://blog.savethechildren.mx/2021/07/25/trabajo-infantil-trata-y-explotacion-sexual/?fbclid=IwAR3mFqFko6vOEHj2gpyyVtzMAGBo1zU2uVY8p-iql25ZsJHKDrinzqmfcos

http://comunicacion.senado.gob.mx/index.php/periodo-ordinario/boletines/8816-boletin-219-mexico-uno-de-los-paises-con-mayor-explotacion-sexual-infantil-en-el-mundo.html?fbclid=IwAR1MsI0K0QOdt5Zy_ntohW5p2k_yKghX3_NJAfQzveAOdDgbiaIR16KJDKo

[4]Siguiendo a Marcela Lagarde, se refiere a lo que el bloque político cultural dominante de nuestra sociedad impone respecto al erotismo a través de sus instituciones y sus discursos: relaciones sociales, normas, códigos, preferencias, prácticas, conocimientos, concepciones, lenguajes y tabúes. 

[5] En los años 70s el feminismo creó el concepto de cultura de la violación para poder ver la parte sumergida del poder patriarcal, para combatir los valores y creencias que justifican, normalizan y toleran la violencia sexual. La cultura de la violación es la ideología y las formas de pensar que favorecen la violación, el abuso y el acoso, incluye la misoginia, la cosificación y la mercantilización del cuerpo de las mujeres, el tabú de su placer, la erotización de la violencia o la confusión sobre el consentimiento (Amada Traba y Chis Oliveira).

[6] Feminismo vibrante: Si no hay placer no es nuestra revolución (Roca Editorial: 2020).