Por Octavio Escalante

Me gusta vomitar. Porque en el acto del vómito pienso en cómo mis ojos se acitronan y lagrimean, en cómo le deslindo a mi hígado innumerables responsabilidades en su trajinar diario, en cómo limpio las habitaciones de mi estómago, de mi tráquea, de mi futuro, de mis todos los imaginarios caminos y de mis palpables surcos del cerebro, y de cómo, para ser consecuente, para seguir tomándome la vida.

Me gusta vomitar. No me mal entiendas. A algunos les gusta limpiar desnudos casas ajenas y pagan por ello. A mí me gusta vomitar.

Y el ceviche, y las almejas, y el clavo, la lavanda, la mierda, los pies, los residuos de cualquier actividad que tenga un pasado trabajoso, la cebolla salteada con ajo, el salitre de una pasión que cae por los cachetes de una fragilidad, el carbón reventado en brasas y vomitar. Vomitar fuerte, con ganas, como se debe vomitar; vomitar las brasas de las que hablo u otras, vomitar la infancia llena de mangos y piernas de la madre, vomitar todos los espectáculos que brincan unos días después del agua del cielo, vomitar la mescolansa de un buen beso donde se faltan al respeto o acuchillan muchas vías para sentir la vida, con la sensación de grandes asesinatos pasados o venideros, vomitar y vomitar aunque dure unos pocos minutos, pero vomitar, eso me gusta.