Por Octavio Escalante:

A diferencia del escritor estadounidense Charles Bukowski, lo que más me gusta no es rascarme los sobacos. Prefiero, comparado con eso, cortar cebolla. Porque se trata de un corte geométrico que pertenece a un sistema de orden, que abarca cortar otras cosas, como tomate, calabaza o zanahoria y de aquí que salten los etcéteras ante el filo del cuchillo.

En cambio, rascarse los sobacos pertenece a la perdición de quien lo escribe, como título de uno de sus libros. Si estoy huyendo de eso, lo mejor es cortar cebolla y sus etcéteras para sentir que al menos un proyecto quedará terminado esta tarde: y de ahí, se pueden deducir ensaladas o carne blanda después de horas remolando entre la cebolla que poco a poco se va convirtiendo en salsa junto al fluido. Pero comprendo a ese cartero pendenciero, que desgastaba sus ganas en el oficio.

Se congregó durante un tiempo una plasta de fans que creían beber de Bukowski como si fuese la bebida lo que lo mantenía y no el sentimiento, y lo destruyeron con ese fanatismo. Aquí estamos, quienes ven en él la sencillez del diálogo en Hemingway y el sentimiento puro y duro de lo que es estar solo.

Ahora que escribo esto, imagino a Bukowski en una habitación pasajera como en la que estoy yo, intentando que uno de sus poemas sobre el amor se encarne en su propia persona: se le está quemando el cigarro como a mí y la barba crece casi con crueldad, pero ve la página que se va llenando de golpeteos y de cada letra –no cada frase– va llenando la esperanza de darles fuerte a todos.

¿Y qué es lo bonito de esto? Que el cuerpo de Bukowski está peor de destruido que cuando estaba en vida, en su tumba. Y que la escritura rezumba siempre, porque son cofrecitos estos libros que van siendo publicados a pesar de la desolación de los escritores. Voy a tomarme otro trago. Pero a remarcar las frases también, con ánimo de ser una estatua cagada por palomas o unos golpes de diferentes puños en un bar; estamos hartos. Pero seguimos. Y llega un momento en el que ni siquiera sabemos por qué motivo. Debería estar cortando cebolla ahora mismo, que es lo que más me gusta de la vida.

Tranquilo. La puta perra que te ladra siempre es la misma. A ti y a todos. Eres como un caminante en un barrio lleno de sabuesos maleducados. Habrá quien compre para rellenar copas espumosas y ahora yo, ¿qué? Qué tan emocionado estoy por un futuro lleno de alambres de púas, puto egocéntrico ­–no nos quedará nada más que la sonrisa al final de esta versión de los magos que se dedican a diseñar sueños.

Nunca me ha picado una cascabel, y ya está. No voy a ir hablando de lo que no he vivido. Pero tengo todo mi corazón y sólo lo escupo como lo has hecho en anteriores ocasiones. Ni siquiera queda espacio en una nota tan breve.

Si lo hubiese conocido, habría bebido bien con él, pero se sabe de antemano que quienes se identifican pueden caerse absolutamente mal, hasta que vuelven a encontrarse porque ninguno de los dos estaba en sus cien como para dar veredictos. Tráeme otras dos. Esta guerra solitaria está justificada.

Lastimosamente, el bar en el que nos encontraremos no existe, y si acaso hay un bar en ese escenario descrito por el florentino, habrá demasiados peores que nosotros y no nos dejarán beber a nuestro gusto. Y sin embargo, enarbolo el sentimiento. Sólo me estoy poniendo malo, pero adoramos la bondad los que estamos de cierto lado y cuando veas a mi lado y no haya nadie, puedes corregir el escrito y decir que adoro, sin más, en primera persona.