Una persona que hace señas con ambas manos en la mitad de una noche cualquiera en un martes, un lunes o un miércoles, ni siquiera condicionada por la gesta del alcohol de los fines de semana. Una mujer que ha sido secuestrada y librada a los dos días después de la oscuridad puesta sobre el sol de su familia y, veamos, allá, un poco más allá. Una persona se ha ahorcado a los treinta años, tres años más de la mítica y estúpida edad para suicidarse según lo estipulado por las historias del pop que han envuelto a lo que ahora de por sí ha estado olvidándose simultáneamente con el consumo de anfetaminas y de los aparatos digitales del parásito perene de los mundos infra que otorgan todo el placer y desde los que puedes pedir toda clase de alimentos para seguir ahí, ya no como el que traga, sino como el que es tragado, no sólo por la comida sino por el placer inherente a estas pequeñas muestras de lo que antes eran los domingos de otra falacia para la fatalidad oscura de la que somos parte. Estoy promoviendo, previendo, a ciertos de ciertos rasgos cómodos que se aglomeran de repente con una sonrisa icónica cuando no tienen argumentos y yo aquí, sin argumentos para una siguiente novela, vivo la mía de una vez por todas no obstante de cascada que cae sobre nosotros con gentiles gestos de adoración sutil por el día presente, cepa de enfermedades mentales y cepa de ráfagas. Acabemos. No. Acabemos. Sí. cabemos, o no cabemos. Hay que cavar entre esto y luego… pero bueno. Allá yace colgado otro que no ha comido conejo y que de hecho no ha tenido que comer de la putrefacción de este organismo como para desear el verdadero fin del mundo físico. Y sin embargo, hay alguna enfermedad que lo abarca todo sin nombre ni apellido, otorgándole siempre a la crítica la verdad de que quienes la ejercen tienen nombre y apellido en un panal geométricamente estipulado por la propia obra, la gran obra de los que son muertos en ella bebe bebiendo de su miel. Los espero a todos con sus icónicas sonrisas, ¿qué más da un cadáver exquisito luego de tanto cadáveres obscenos en esta noche de las noches de la humanidad que nos ha tocado vivir? Acaso no la peor de las noches, porque, como lo diría Kapuscinski, el tercer mundo está en un callejón donde un par de hombres violan a una mujer que regresa de su trabajo para ver a su hija. Déjenme pensar un poco, pero sobre todo déjenme sonreír sin ironía ni chapuza, sino sonreír de verdad, como se sonría ante el amor reconocido por ambos o ante una alegría que está en los otros, pero que nos llega como si fuese nuestra, puesto que la reconocemos como una alegría irrecuperable, que de alguna manera se manifiesta en los demás y esos nos reconfortan uno que otro día, nunca todos, nunca todos los minutos como los minutos plenos que buscamos con las drogas, sino con los minutos de lo verdaderamente digerido, a pesar de que lo digerido haya sido pellejos de la realidad indigesta que, sin ella, no se nos permitiría vivir en estos organismos carnavalescos, en estos microseres que se abren hacia donde pueden con la mayor inteligencia exenta de moral. Qué bajo hemos caído: pero, ¿ha sido porque invocamos a la moral, o porque nos alejamos de los ejes que una tras otra ocasión? Resulta ser insuficiente para la estadía de este peregrino y fugaz cuerpo al que nos agarramos como carroña atrapada en el carroñero devenir.