Hoy en día la cuarentena ha expuesto nuestras relaciones vitales -las que teníamos y las que tenemos- como meros ideales hedonistas, una especie de mitología de la felicidad. Es más, si hemos mencionado las palabras hedonista y felicidad, es porque esta idea no es otra cosa que una ideología del amor propio. Esta ideología del amor propio, es también una especie más de relación imaginaria muy alejada de las condiciones necesarias del amor por los demás. No es asunto nuevo que uno de los axiomas de la terapia psicológica contemporánea sea, “primero amate a ti mismo y luego ama a los demás.” Pero lo curioso es que el amor propio, la autorrealización de la que habla este axioma es un encierro en sí mismo.
El imperativo de “quédate en casa” es el fin último, un telos de lo social llevado al extremo donde se ha radicalizado el encierro en sí mismo, del encierro en el yo. De todo esto surge una paradoja, debemos quedarnos en casa con nuestra familia, pero alejados de ellos en “su sana distancia”.
Lo que es peor aún, vivir un duelo -por ejemplo-, no importa cuál sea éste, siempre se realiza en compañía. La compañía, la comunidad es muy importante para que el ser humano viva su dolor. Esto se debe principalmente a que no tiene por qué cargar con el dolor él solo, no tiene por qué soportar su propio dolor, sino que es alivianado con los otros. El dolor es soportado con los otros. Pero en este contexto, vivir la muerte de un ser querido, vivir la muerte de un infectado, se vive no en soledad, sino aislado. Hoy en día la pérdida de alguien que amas se vive en aislamiento. Por lo tanto, no hay “ceremonia del soportamiento”, no hay “ceremonia del alivianamiento”. Morimos aislados en medio de cuerpo vivos, cuerpos expuestos a sus propios deseos de consumo y satisfacción personal, a la responsabilidad de cuidar de su propia salud y a la frivolidad de sus propios entretenimientos emotivos.
De esta forma, el concepto de aislado es la virtualización del confinamiento. Es decir, quien vive en una isla -por ejemplo- está separado de la tierra, el mar extiende su distancia y lo puede volver invisible en el horizonte, en la lejanía. Robinson Crusoe contra su voluntad, tenía que vivir en su propia soledad, estaba separado de los demás. Crusoe realmente vivió solo en su isla. En nuestro caso, el aislamiento (esta “a” que hace cambiar completamente el significado de la palabra isla) tiene las mismas cualidades de la isla, pero sin el peso del mar haciendo su trabajo. En el aislamiento no hay mar infranqueable, sino cercanía y soledad al mismo tiempo.
Es decir, el aislamiento es vivir separados en medio de un océano de gentes, es vivir ensimismados en medio de los otros. Como consecuencia no hay mar que nos separe, sino una separación de nosotros mismos. De esta manera, el amor en tiempo del Coronavirus, es vivir más enamorado de sí mismo que del otro. Vivimos y morimos solos, no como en una isla, sino aislados. Estamos ahogados de nosotros mismos, estamos sumergidos en nuestro yo. La cuarentena global ha propagado esta patología hiperindividualizada del amor propio a cada rincón del planeta. Y lo ha propagado como si esta fuese una virtud absoluta. Ha propagado el egoísmo como una virtud ética indiscutible, de salvación a la humanidad.
Ahora bien, así como el enamorado presenta un fuerte estado de exuberancia y euforia, éste ha desembocado en un ofuscamiento de sí, en una ansiedad e intranquilidad temible. La constante del amor propio nos hace unos “hipervigilantes” de nuestras emociones, nos mantiene en un estado de alerta perpetua, en una fuerte indagación desproporcionada de nosotros y nos llena de una tensa expectativa. Pero aun entendiendo esto, no nos volcamos al otro nada más porque sí, sino al contrario nos desenamoramos de nosotros, convirtiéndonos en todo caso, en agentes depresivos.
¿Qué haremos después de la cuarentena? Estamos esperando, estamos soportando la cuarentena solo para regresar al gimnasio, ir comprar café al Starbucks, para ir al Sears, para ir al bar, al antro y a la cantina, para ir trabajar, o bien, para ir a trabajar y regresar a casa para seguir trabajando, esto último, curiosamente, como ya hacíamos antes del tiempo del coronavirus. Queremos regresar para hacer bíceps o glúteos, para iniciar la dieta, para blandir el brillante coche, para ir de vacaciones sin temor a nada, para reiniciar la búsqueda de nuestro amor propio. No queremos convertir esta situación en el retorno del orden colectivo, del amor a la comunidad y, por lo tanto, transformar el amor al otro en el centro de nuestra política futura.
En este sentido, somos como “Los amorosos” de Jaime Sabines. Este poema tiene a bien, ser una descripción de lo que somos hoy en día. En la actualidad buscamos, pero nunca encontramos, -y a diferencia de Nietzsche- creo que no estamos vacíos, no vivimos en la nada, sino que estamos llenos de nosotros mismos. Llenos de deseos continuos, de ansiedades perpetuas, de emociones ofuscadas, de positivismos constrictivos y coactivos. Dice Sabines:
Estamos clamando regresar a nuestra cotidianidad, la cual nos ha robado años y expectativas. Cotidianidad que nos llena de deseos que siempre se están yendo, de esperanzas que culminan en nosotros y que nos ha hecho olvidar el amor por el otro.
Somos como los amorosos, siempre estamos riéndonos del amor y cuando lo tenemos ya nos estamos yendo a otra parte, a nosotros mismos. Debemos de olvidar el miedo y amar de nuevo a los demás. Quizás así, podamos ir riéndonos de nuevo a la hermosa vida.