Pese a una predilección personal por la película Ghost Dog, de Jim Jarmusch, en la que aparece repetidamente el libro que voy a comentar ahora, nunca me había acercado siquiera a una de sus historias debido a una indiferencia injustificada, pero que a fin de cuentas se ha convertido en una admiración por unos relatos y por un autor.

Una de las historias aparecidas en el libro de cuentos Rashomon, fue tomada por Akira Kurosawa para la película del mismo nombre y de ahí se produjo el llamado «Efecto Rashomon», es decir una historia que puede ser contada por cada uno de sus protagonistas, cada uno con su versión distinta, sin que se altere la coherencia del conjunto.

El efecto que para mí tuvo tal relato –«En el bosque»– fue muy diferente, al margen de que sea proclive a justificar mis acciones desde varias versiones de mi persona. Y es que, más allá de ese relato, el efecto Rashomon en mí fue el descubrimiento de una prosa que me hizo sentir paz a través de la belleza, de una belleza fértil de homicidios, sacrificios, vilezas, fantasía y miseria.

Sin embargo, estas manifestaciones del ser humano aparecen en paisajes cuya inspiración del autor queda descartada de las más de 1900 películas del «Japón antiguo» que calculo existen hoy en día. Qué diferencia escribir sobre el Japón del siglo XII hoy, a escribir sobre él en 1915.

¿De dónde ha sacado Ryūnosuke Akutagawa toda esa gran pintura de calamidades y templanza poética sino del conocimiento profundo de su cultura ancestral, de su alma y de su inteligencia, afectada por crisis nerviosas sin tregua y alucinaciones visuales que –quizá– determinaron los rasgos más mórbidos de su escritura?

En cuanto al contenido de cada relato, puedo asegurar… deseo que el lector se sorprenda de cuando en cuando por una frase o por un giro, y que se deje llevar por esas referencias a la época en que están incrustados. Estas referencias no suceden en lo absoluto con la lamentable aclaración de «en aquellos tiempos». Muy al contrario, da la sensación de que quien lo cuenta estuvo ahí, así sea que no participe como personaje.

Ni la mujer que de noche roba el cabello a los cadáveres lanzados a una gran fosa común, para hacer pelucas y venderlas; ni el soberbio pintor que sólo pinta lo que puede ver, y en tanto sólo gusta de pintar el sufrimiento humano, tiene que provocarlo; ni aquel hombre que tiene una nariz tan grande que debe ser ayudado por un discípulo para que la sostenga y ésta no caiga en la sopa mientras come; ni ellos, digo, son suficientes como para que lo bellamente construido se opaque en Rashomon. Es obvio que dirigen su intención.

Y así como hay un abismo entre escribir sobre el Japón de los shogunes en 1915 a hacerlo ahora, también hay un abismo en su lectura, de 1915 a hoy. En ese sentido, Rashomon tal vez tenga la posibilidad de servir como un cernidor de todas las imágenes que llegan a nosotros sin orden ni concierto sobre el mismo tema, colocando con cuidado sólo ciertos objetos en la vitrina.

Por último, lo inevitable: Ryūnosuke Akutagawa decidió suicidarse a los 35 años con sobredosis de veronal, que los profesionales llaman barbital, presumiblemente harto de las alucinaciones antes aludidas o, como un guiño macabro, por haber sido un hombre de otro siglo al que le tocó vivir.