En el libro que tengo junto a mí aparece la foto de Joseph Roth a sus 32 años, sin bigotes y con una pequeña sonrisa de ratón lampiño, mirando hacia la cámara con el pelo relamido. Me lo puedo imaginar personificando al vagabundo Andreas Kartak, bajo un puente del Sena, rechazando doscientos francos de un desconocido que le sugiere –ya que no se los devolverá a él– los restituya a santa Teresita de Lisieux de la iglesia de Sainte Marie des Batignolles, cuando pueda.

En esa novela corta –La leyenda del santo bebedor– nuestro poco voluntarioso héroe va andando por el corto camino que le queda hasta la iglesia de su acreedora –un camino lleno de obstáculos que tienen forma de tabernas repletas de botellas de vino y encuentros fortuitos con amigos casi olvidados, cuya aparición lo anima a invitarlos a beber, hasta que se le termina una y otra vez la suma y una y otra vez la recupera, con golpes de suerte milagrosos.

La vil condición psicológica… Las decisiones que va tomando a lo largo de la narración se sustentan en una ética poderosa y en algunos casos irrenunciable: el alcoholismo puro de quien no tiene nada, además de unos cuantos días de vida.

El protagonista, como el propio Joseph Roth, es un Austro-húngaro exiliado en París, así como el de su otra novela, la que tengo aquí conmigo a un lado y en la que aparece el autor con su sonrisa de ratón lampiño.

Si bien en la primera novela se nos muestran los esfuerzos y las debilidades de un borracho, y un encefalograma de sus justificaciones para volver a beber, en esta segunda –Confesión de un asesino– los vaivenes suceden en la figura de un joven pobre – Golubchik–, hijo bastardo de un príncipe Kropotkin y cuyo apellido intentará recuperar por honor, mientras fracaso tras fracaso acaba convirtiéndose en un «canalla», según él mismo y ciertos personajes que se lo dicen a la cara.

El oscuro, por su brillantez, es Jenö Lakatos, una especie de diablo que influye con insistencia en Golubchik la conveniencia de tomar por caminos peligrosos, innecesarios pero acordes con el deseo del pobre joven por acabar con la simpleza y humildad de su vida, orillándolo a la vanidad, a la lujuria, al espionaje o al asesinato.

Todo esto se cuenta en la barra de un bar parisino por el propio Golubchik, ya viejo. Una novela breve, llena de giros que me mantuvieron atado a ella más o menos desde la una de la madrugada hasta las cinco de la mañana, casi sincronizado con las horas en las que se cuenta la propia historia en cuestión. Me dejó algo extraño, pero contento por volver a la literatura.

Fue como una clase de frases cortas de las que he prescindido totalmente en estos párrafos y en las que no faltaron los desaires, los celos, la muerte, las humillaciones y la vergüenza; en las que incluso hay un viaje en tren, encarcelamientos, quince modelos en un camerino de Odesa antes del público y la delación contra comunistas en la orilla última de la Rusia de los zares.

Estas dos novelas las escribió entre 1936 –Confesión de un asesino– y 1939 –La leyenda del santo bebedor–, año en que fue internado por un infarto y año en el que murió, de acuerdo a lo que comúnmente se dice de él, «consumido por el alcohol y sumido en el delirium tremens».