Rodrigo Rebolledo

Sonriendo, el político hunde su mirada vaciando no en la niña, o el niño que tenga en brazos, sino en tí, a través de la cámara te mira como si no existiera el sujeto a su lado. La imagen que se repite mil veces como una mentira que busca hacerse a sí misma verdad. En cada campaña política, la foto con el chamaco es como un escapulario contra la derrota. 

Nada mejor para comprobar el engaño detrás del concurso de popularidad que llamamos democracia mexicana, que el uso reiterativo que hace de la infancia como mera mercancía política.

En nuestra niñez, cada una de las mexicanas aprende muy rápido que los adultos usan y los políticos en particular, que es muy diferente de lo que van a hacer, que la palabra de los grandes es de chocolate, que son solo las acciones las que hablan con la verdad.

Ningún político se va a subir al estrado esta mañana y va a declarar “estoy en guerra con la niñez”, sin embargo esa es la retórica de la acción.

La decisión política de sacrificar al año y medio de la niñez, proscribir de toda acción pública y de toda política oficial fue más evidente que nunca durante nuestro pánico pandémico y hoy en día, ningún actor político puede decir que no formó parte de la decisión de prescribir a la infancia de la vida pública de México por 20 meses. 

Mientras la niñez padece tras cuatro paredes una epidemia de violencia doméstica sin precedente, ningún gobierno en México ha generado un programa para alcanzar a la niñez los derechos que les corresponden durante su obligatorio confinamiento. 

En cambio, se sacrifica su derecho al espacio público sin consultar su parecer; se condiciona su derecho al conocimiento en relación con su acceso a la tecnología, y se avanza de manera voraz acaparando los recursos naturales que garantizan la capacidad de decidir su futuro para reducirlo a un futuro.

Mientras ningún político habla de retribuir a la niñez del sacrificio que hace de sus futuros posibles a cambio de nuestro presente insostenible; mientras, recobra fuerza en este país la peligrosa noción de que es la familia, y no el Estado, quien debe garantizar los derechos de las niñas y los niños de este país. 

De prosperar esta noción, que vuelve a cobrar una fuerza ideológica en la agenda de la derecha radicalizada, representaría un retroceso doloroso para las y los pequeños ciudadanos en quienes no dejamos de depositar la carga de hacer de este país un mejor lugar para vivir.

Los políticos en contienda, en la península que promovemos a nivel global como “el fin del mundo” son ejemplificaciones vivas de esa guerra de la política contra la niñez, de esa retórica de la acción.

Usan a los niños como prestanombres de una red de acaparamiento de agua mientras y luego usan ese mismo esquema para prohibir toda forma de denuncia de lo que, por legal, no deja de representar un insulto al futuro de las vidas de los niños y las niñas de este país.

Esgrimen retratos suyos en las redes sociales abrazando a niñas y niños a sus hijos como mercancía política, pero ninguno ha generado algún mecanismo para conocer el gobierno que quieren tener, los nuevos problemas que enfrenta la niñez de la segunda década del siglo, la pérdida de su significado como integrantes de una sociedad.

Ningún político va usar los estados para decir, “estoy en guerra con la niñez”, pero esa es la retórica de la acción.