Los poetas tienden a ser puntuales.
Mucho más lúcidos que cualquier filósofo, mucho más hirientes que cualquier cuchillo.
Lanzan pensamientos con daños colaterales.
Otro poemario de amor, otro más, ya basta, ya basta de tanto amor y amor y cataratas de amor desde hace milenios, desde hace millones de años, que el amor plaga y lastima y desnuda la mortalidad espantosa del hombre. No de la humanidad ni de la mujer, aquí hablo de los hombres, así, con cromosoma Y.
Porque la poesía de Guillermo Vega Zaragoza es de amor, siempre lo ha sido.
¿Para qué otro librito de amor? Para decirnos lo de siempre pero nuevamente, así, sinceramente y directa como la flecha de Eros que se ha convertido en rayo láser.
Láser limpio y certero. Una poesía que idealiza, como siempre a una mujer. Infinitos poetas han idealizado a cualquier mujer siempre en cualquier lugar, una mujer que a fin de cuentas resulta ser la misma decepción y la misma espina una y otra vez. Parece determinismo genético sublimado en cantos al vacío. El mismo poeta lo señala así: “Ahora que estás lejos/ no sabes de los cuerpos que miro, / de este culpable vaivén se senos y caderas. / Pero nunca podré traicionarte:/ eres la mujer de todos los cuerpos que deseo”.
Y resulta que los poetas van y nombran, y se la pasan cantándole a esas que son en realidad “tacañas de luz”.
Guillermo es otro de esos lúcidos que aún en su idealización, divisan la crudeza y saben de la herida, de la espina eterna e incurable que necrosa la memoria.
La obsesiva tragedia del amor es inevitable; “yo iría tras de ti/ como el abismo/ llama al suicida”.
Miríadas de poetas se han humillado durante milenios por una mujer. “Me maldigo/ por no ser digno/ de la bendición de tu talle”. La minusvalía frente a lo aparentemente sublime de un cuerpo desnudo y joven nos hace animales domesticados, maldición de Circe.
¿Todo enamorado es un masoquista? ¿Nos encanta el dolor? Parece que el dolor es un postre que nos da la vida, y los poemas amorosos especias para heridas obligadas.
La proyección de la sombra se sublima en palabras, en un lenguaje que intenta ritualizar el problema del deseo y la nostalgia
A final de cuentas gana la realidad como carne cruda, y la sabiduría se yergue llevándose toda idealización al drenaje: “Después de todo, / el mundo no se acaba por unas nalgas”. Se agradece el cinismo al modo de Diógenes como fármaco en contra de la enajenación amorosa.
Pero, bueno, cualquier hombre de cualquier época cae por lo mismo, lo único que hacen los poetas es ponerle vocablos que funcionan como hechizos descriptivos.
La otra pasión de Vega, más allá de las curvas carnales, es la escritura.
“Escribir como el llanto de un niño / como un duelo de esgrima”.
Él mismo se autodenomina Tundeteclas y riega su saber sobre mentes que desean probar la adictiva droga de la escritura. Va por le mundo dando talleres de narrativa, laboratorios de proyectos de escritura, cursos de redacción, editando textos, recomendando libros, compartiendo el asombro de otros escritores obsesionados con el mismo alcaloide.
He leído a Guillermo desde hace más de veinte años, en plaquetas casi fotocopiadas como Preñar el silencio, donde aseguraba conocer a todas las mujeres hasta sus poemas para ablandar a las rocas y por él supe que para escribir debe uno metamorfosearse en animal blasfemo, sin amigos. “Te hablo del poeta, / el hombre con hambre de nombre, /el ser más desgraciado, /que medra, se arrastra, / traiciona y se agazapa”. Leí algunos de sus cuentos donde habitan ángeles sexuales y una atmósfera determinista entre el humor negro y la desesperación. Un escritor franco, que muestra la llaga.
Y aunque las rocas no se ablanden, más duro es el corazón femenino, el poeta no puede parar su canto.
Sus metáforas son exactas, como balazos de sentido a pesar de escudarse en un falso sin saber. Amante de los versos, los iguala en erotismo a sus deseos que tanto le envenenaron antes: “Y tu sexo/ ah, tu negro sexo/ un haiku interminable”. O “¿Para qué las lagrimas/
si ya existe el mar?”
Vuelvo a mi rintintín y mi tesis de siempre: los poetas son filósofos y la poesía es filosofía en verso. Un existencialismo paradójico, en el que todo vale la pena y vale el vacío; una metafísica sin tanta lógica ni trampas escolásticas, al grano:
“Mas ahora cuenta me doy/ que a pesar de su omnipotencia / Dios me necesita/ más que yo a él. / Necesita de mi fe/ para existir. / Necesita que lo nombre, como al mundo, / para ser”.
Su tesis es que el mundo existe para ser contado. Así, el poeta es a la vez cronista y demiurgo.
Lector, si amas el asombro, la poesía directa, punzante, con el clásico hechizo del oxímoron que provoca sueños y canta tragedia, nostalgias y paradojas existenciales, he aquí a un poeta de nuestro tiempo.
Y como él mismo arguyó: qué Dios nos salve de la poesía.