Mario Jaime

Los hechos superan la ficción. Hay sucesos que son relatos de horror y sin sentido al mismo tiempo, donde el azar, las pasiones y la naturaleza se empeñan en malinterpretarlos como símbolos ominosos.

La condición humana y su lugar en la realidad no se describen en mitos ni en las crónicas políticas o históricas, maquilladas y generalizadas por intereses morales idealistas o teóricos; no lectores, la condición humana se describe con toda su crudeza y sin más explicaciones en la nota roja.

Quien desee indagar sobre ética (no sobre moral) y sobre el carácter humano (ajeno a la psicología -filosofía de calleja-) debe acudir a los eventos que destilan crimen y pasión en todo el orbe.

Encuentro una nota en un periódico de Nueva Zelanda fechado el 18 de enero de 1879. Se titula “Terrible tragedia a bordo en una embarcación de Liverpool”.

El 26 de noviembre el Tenasserim que viajaba de Calcula a Londres, arribó a Liverpool.

Llevaba un catálogo de horrores como carga. El grumete del barco era un negro llamado Sherrington. La tripulación sospechaba de este hombre pues lo acusaba de ser el responsable de un incendio que se había desatado a bordo. Un incendio en un barco es cosa seria, más en aquella época sin extintores y con los barcos de madera, uno de los miedos más poderosos entre los marineros durante siglos.

Era el 13 de octubre de 1879 – época clásica del imperialismo colonial: en el sur de África los británicos combatían a los zulúes y en Sudamérica la guerra del Pacífico enfrentaba a chilenos, peruanos  y bolivianos -; y el barco navegaba en un océano maldito.

Despuntaba pues el día maldito del mes de las brujas cuando de pronto Sherrington tomó el hacha del carpintero y de un golpe le destrozó  la cabeza al primer oficial; un escocés llamado Mcphai. Acto seguido se abalanzó contra un joven aprendiz y lo golpeó salvajemente hasta casi partirlo a la mitad.

Doble homicidio y sospecha como incendiario, atrapado en un barco, Sherrington no tenía muchas salidas. Huyó perseguido por hombres airados; se arrojó por la borda a las olas. La tripulación arrojó boyas de salvamento pero los tiburones que seguían al barco las mordieron y acabaron con la vida del asesino.

Para completar un viaje ominoso, el 24 de noviembre, a la altura de Tuakar (sic), un italiano se suicidó saltando sobre la borda. ¿Habría relación con los crímenes anteriores? Las respuestas y la investigación se perdieron si es que ocurrieron y han quedado en el olvido. Queda la pesadilla, los testimonios sujetos a interpretación.

Si usted, querido lector, revisa el archivo global sobre ataques de tiburón (Global Shark Attack File), encontrara este incidente en la categoría de víctima mortal. El imaginario de tiburones que esperan devorar mientras acechan los barcos se venía desarrollando desde el siglo XV y cientos de testimonios en bitácoras de cirujanos a bordo, capitanes y esclavistas lo confirman.

Por ejemplo, el cura Jean Baptiste Labat escribió que en su viaje de Francia a la Martinica en 1693, un tiburón siguió al barco durante tres días hasta que la tripulación lo pescó. Cuando le abrieron, encontraron en sus tripas todo lo que habían arrojado por la borda desde que había zarpado, incluso el martillo del carpintero. Lo mismo registró el marino mercante Edward Barlow en su diario de viaje en Portugal, cuando pescaron tiburones que seguían al barco encontraron en sus estómagos patas de ovejas, una rata muerta y una piel de buey que había sido despellejado a bordo.

Francis Rogers – en 1702 – consignó que diez o doce tiburones se abalanzaron sobre el cadáver del cocinero, arrojado por la borda y compartieron la cena con “el pobre grasoso cocinero”.

El cirujano John Atkins vio a los tiburones devorar los cadáveres envueltos en hamacas, lastrados con balas de cañón.

El holandés William Bosman describió el horror que sentía al observar “la triste rapacidad de estos animales. Cinco o seis tiburones que rasgan los cuerpos humanos y lo despedazan poco a poco, un brazo, una pierna y el sonido peculiar de cuando se rompen los huesos y se decapitan los cadáveres. Bosman descrine también el frenesí alimenticio, como los tiburones embriagados por el ansía, se atacan entre sí  con gran violencia.

Los pocos marineros que sabían nadar y se arrojaban al agua en calma chicha temían a los tiburones, hay testimonios de piratas de las costas mexicanas como los tripulantes del barco de Domingo Navarrete que regresaban espantados al barco ante la presencia de los peces.

Edward Cooke – en su viaje por los mares del sur de 1708 a 1711 –  testifica como el marinero John Read fue mordido por un tiburón mientras nadaba perdiendo ambas piernas y falleciendo desangrado cuando lo izaron a bordo.

Todo el siglo XIX está lleno de reportes fatales desde la India hasta América. Marineros, pescadores, nadadores, gente que lavaba en los ríos, soldados, etc.  El problema es que casi ninguna crónica reporta la especie o el tipo del agresor.

El 26 de febrero de 1852, el Birkenhead, uno de los primeros buques de hierro de la marina inglesa transportaba tropas al sur de África.

A las dos de la mañana chocó con un arrecife, el agua penetró rápidamente ahogando a 100 hombres. La mar era gruesa. A un kilómetro de Danger Point era el lugar menos adecuado para naufragar; sitio de agregación y caza de tiburones blancos.

Los botes eran  insuficientes; las mujeres y los niños los ocuparon. Los hombres se lanzaron al agua. 455 personas murieron. Los tiburones hicieron una masacre.

En 1868, un peregrino hindú hacía sus abluciones en el Hoogly, afluente del Ganges, cuando un tiburón le mordió mutilándole la pierna a la altura de la cadera. El hombre murió desangrado. El doctor Fayrer identificó al pez como un tiburón del Ganges, Glyphis gangeticus.

Así que para, el espanto de aquella noche, los tiburones ya representaban debido a estas noticias esparcidas entre los hombres del mar, una sombra oscura que provocaba pesadillas.

Fue un toque poético antes los hechos de sangre, simple toque de sabor a las atrocidades realizadas por el verdadero depredador del hombre, otro hombre.