Nysaí Moreno
El litoral cercado
En México todas las playas son, por ley, bienes nacionales. El Artículo 27 Constitucional establece que las playas, la zona federal marítimo terrestre y los terrenos ganados al mar son propiedad de la nación, inalienables e imprescriptibles. La Ley General de Bienes Nacionales lo reafirma: las playas deben ser de acceso libre, público y gratuito para todas las personas.
Pero lo que dicta la ley dista mucho de lo que ocurre en el territorio. Playas cerradas con bardas, caminos bloqueados, letreros de “propiedad privada”, vigilancia privada con alguna que otra entrada estrecha donde puedes pasar caminando, pero bajo vigilancia. El derecho al mar está siendo suplantado por una lógica de exclusión territorial. Lo público, en los hechos, ha sido cercado.
En Los Cabos —y cada vez más, en el Pacífico sur del municipio de La Paz— el acceso libre al litoral ha sido reemplazado por un modelo inmobiliario basado en la privatización silenciosa de la costa. A través de fraccionamientos, hoteles, residencias de lujo, surf resorts, y desarrollos turísticos con nombres que evocan una “naturaleza pura”, se ha implementado un cerco real y simbólico sobre el mar. Un cerco que opera desde el capital, la burocracia, la vigilancia privada y, muchas veces, la impunidad.
Pero el caso más alarmante está en Cabo del Este, donde playas enteras como El Destiladero, parte de 9 Palmas, Vinorama o Punta Perfecta ya han sido declaradas “privadas” por sus nuevos ocupantes, a pesar de que la ley diga lo contrario. En algunas de ellas, pasar a pie ya implica un riesgo: si lo intentas, te interceptan, te gritan o te acusan de invadir “su propiedad”. En las playas de San José y San Lucas, el paso es técnicamente posible en algunos lugares, pero el acceso es tan restringido o simbólicamente hostil, que el resultado es el mismo: exclusión.
Este artículo no solo busca denunciar lo que está ocurriendo, sino nombrarlo, cartografiarlo, entenderlo y abrir camino a resignificarlo; como es muy extenso el caso de todas las playas privadas del litoral de San Lucas, San José y Cabo del Este, este artículo se compondrá de diferentes partes, esta es la parte 1.
Porque lo que está en juego no es sólo el derecho a pasar —es el derecho a habitar el litoral, el derecho a nuestra cultura forjada por siglos con nuestra relación con el mar, el derecho al disfrute de las playas, de la vista, de la tranquilidad sin ruidos, sin luces, sin cemento, sin que tu presencia signifique incomodidad de extranjeros, sin que tengas que trabajar para extranjeros para poder disfrutar de las playas. El derecho también a preservar las dinámicas costeras, las memorias locales y los equilibrios ecológicos. La playa no es un producto premium: es un espacio de vida, memoria y soberanía.
Costa Azul: el arroyo libre a una playa modificada
Un barrio histórico que ha sido absorbido lentamente por el modelo turístico de alto costo. El acceso a la playa, aunque aún posible, se ha ido estrechando entre hoteles, bardas y residencias. El acceso principal a Costa Azul —por el arroyo del mismo nombre— ha sido el único punto posible de entrada para muchos residentes. Sin embargo, en los últimos años, se ha intentado privatizar también ese ingreso. En 2020, se dio a conocer un caso en el que se pretendía dejar solamente un estrecho pasillo de paso peatonal para locales, mientras el resto del margen del arroyo quedaría bajo control de una empresa inmobiliaria. El objetivo declarado en documentos oficiales fue, literalmente, “proteger las propiedades que la empresa promueve en los costados adyacentes a los márgenes de la desembocadura del arroyo Costa Azul”.

Arroyo Costa Azul. Foto: AQC
El desarrollo inmobiliario en la zona no es improvisado: forma parte de un modelo planificado de ocupación del litoral. A medida que el turismo crece y los valores de las propiedades aumentan, lo común se vuelve estorbo. El paso libre, la mirada local, el derecho a estar, se vuelven elementos a controlar.
Hoy, aunque técnicamente aún se puede accesar por el mismo arroyo, flanqueado por bardas, para ir a surfear a “La Roca” se vuelve una caminata de algunos minutos en donde todo el recorrido es ir caminando entre la playa y paredes. En la playa “Acapulquito” solo nos dejaron la opción de pasar caminando a través de un pasillo estrecho del hotel “Cabo Surf Hotel & Spa”, donde prácticamente la zona de la playa es reservado para las sombrillas, sillas y mesas para turistas, solo nos queda el márgen de la zona intermareal, en donde si es marea alta, tenemos que caminar hasta las orillas de la playa, donde hay unas rocas. Es la forma más sutil —y también más violenta— de despojo: convertir el derecho en incomodidad, el mar en vitrina, y la costumbre en molestia, pues la presencia de la localidad significa alguien que no consume.

Playa Acapulquito. Foto: AQC
Palmilla: La postal que borró a la comunidad
El caso de Palmilla es paradigmático: uno de los primeros desarrollos de lujo en apropiarse de una amplia franja costera en San José del Cabo, construyendo villas, campos de golf y hoteles a escasos metros de la marea. Aunque el acceso a una parte de la playa sigue siendo posible por una entrada pública delimitada, en la práctica la presencia de vigilancia privada, infraestructura de alto nivel y el diseño del espacio como “resort cerrado” convierte a la playa en un entorno simbólicamente privatizado. El paisaje está cuidadosamente curado: palmeras perfectamente alineadas, vigilancia privada, arquitectura importada, camastros bien ordenados. Pero lo más evidente es lo que falta: la comunidad local. La playa se ha convertido en una extensión del resort. La presencia del turista es natural; la del habitante local, incómoda. Es el espacio donde lo común ha sido transformado en escenografía.
Palmilla representa una privatización simbólica, aunque legalmente tengas acceso a la playa. La vigilancia, la presión social, el control del entorno y la estética excluyente son las nuevas formas del cerco. Lo han llamado “exclusividad sustentable”, pero en el fondo, es exclusión maquillada.

Palmilla. Foto: AQC
Zona hotelera: la vista premium que desplazó el derecho
La llamada “zona hotelera” de San José del Cabo concentra uno de los mayores ejemplos de apropiación turística del litoral. En teoría, muchas de estas playas aún tienen accesos públicos; en la práctica, solo hay uno al alcance, los demás mal señalizados, obstruidos o deliberadamente relegados a corredores periféricos. El mensaje es claro: puedes pasar, pero no eres bienvenido.
A lo largo de esta franja costera —ocupada por hoteles todo incluido, resorts de lujo y clubes de playa exclusivos— el espacio público ha sido reconfigurado en función del turismo. Las playas han sido transformadas en patios traseros de complejos hoteleros, y el mar en una postal diseñada para el confort del visitante extranjero.

Zona Hotelera. Foto: AQC
Aunque de alguna manera puedas pasar a algunas áreas de la zona federal marítimo terrestre, la privatización simbólica es evidente: camastros alineados en toda la playa, seguridad privada que interroga a quienes no portan brazaletes, vendedores locales expulsados o relegados, y accesos vigilados por casetas que más parecen garitas de frontera. Además, no existen baños públicos para la población local, lo que agrava la exclusión. Si caminas por esos hoteles —donde hay albercas, restaurantes, bares— y necesitas usar un baño, el trato es inmediato y clasista: te miran como si fueras un vagabundo, te siguen, te interrogan o te piden que te retires. No importa si estás en una playa pública; el espacio ha sido resignificado. Lo común se ha vuelto zona de sospecha.
Esta es una forma sutil —pero profundamente violenta— de despojo. Una forma hostil de expulsión cotidiana, basada no solo en barreras físicas, sino en códigos de conducta, vigilancia, lenguaje corporal y clasismo interiorizado. Un litoral donde se tolera la presencia local, pero no se le reconoce el derecho a habitarlo y vivirlo dignamente.

Zona Hotelera. Foto: Sara Vafa
Puerto Los Cabos: el lujo que cercó la desembocadura
Puerto Los Cabos no es solo una marina: es una operación territorial a gran escala que reconfiguró la desembocadura del Estero de San José, un ecosistema clave, y lo transformó en un enclave de exclusividad turística y financiera. Diseñado como destino premium para inversionistas, golfistas, megayates y turistas de alto poder adquisitivo, este desarrollo ha hecho casi imposible el acceso libre al mar.
Las entradas están controladas, los caminos que antes eran usados por pescadores y vecinos ahora terminan en bardas, seguridad privada o rotondas cerradas. En la zona del faro solo hay una entrada estrecha donde tienes que caminar varios metros, y hay guardias que vigilan todo el tiempo. La zona federal marítimo terrestre, que por ley debería ser libre, ha sido prácticamente absorbida por un modelo de extractivismo que le llaman “excelencia turística”. El paso existe, pero ha sido simbólicamente borrado.

Puerto Los Cabos. Foto: Sara Vafa
El paisaje es impecable, curado al milímetro: palmeras alineadas, malecones decorativos, infraestructura pensada para la fotografía y el confort. Pero esa estética de orden y belleza es también una forma de exclusión. Porque el acceso ya no depende de la ley, sino del poder adquisitivo.
Puerto Los Cabos representa un tipo de extractivismo costero de alta gama, en donde el territorio ya no se explota por debajo, sino por arriba: como vista, como experiencia, como simulacro de paraíso. Un modelo donde la comunidad local es invisibilizada o reubicada, y donde el litoral deja de ser derecho común para convertirse en escenario privado.
Implicaciones sociales y ecológicas
El acceso limitado o nulo al mar no es solo una molestia para quienes quieren nadar, snorkelear, surfear, pescar, jugar futbol, pasar la tarde, o simplemente disfrutar nuestras playas, es un síntoma de un modelo de extractivismo que está expulsando, desde hace algunas pocas décadas a las comunidades locales, fracturando el tejido social y volviendo invivible su propio entorno.
- Gentrificación: La gentrificación no es solo una cuestión de estética urbana o de nuevos cafés orgánicos en la costa. Es un proceso económico-financiero profundamente violento, que transforma territorios habitados por comunidades locales en espacios diseñados para el consumo y la inversión de élites nacionales y extranjeras.
En Los Cabos, este fenómeno se manifiesta en la escalada del valor del suelo: las rentas aumentan, las propiedades se encarecen, y muchas de las familias que han habitado estos territorios por generaciones se ven obligadas a desplazarse cada vez más lejos del mar. Lo que antes era un espacio cotidiano de pesca, juego, memoria y convivencia, se convierte en un bien especulativo sujeto a la lógica del mercado inmobiliario y turístico global.
Los nuevos comercios —cafés, restaurantes, tiendas “conscientes”, estudios de yoga y meditación, surf clubs— suelen estar operados por personas con acceso a capital: extranjeros o mexicanos de otras regiones, pertenecientes a una clase social con privilegios de movilidad y recursos. Aunque en apariencia ofrecen experiencias “orgánicas”, “espirituales” o “sustentables”, su presencia reconfigura el tejido social: los habitantes locales ya no son sujetos del lugar, sino empleados mal pagados, si acaso. Personal de limpieza, cocineros, meseros, instructores de surf o guías… con suerte. En muchos casos, sin contrato, sin seguridad laboral, sin sueldo formal, pagados con propinas, obligando al mesero a compartir sus propinas (y/o a pedir propina), y obligados incluso a costear su propio uniforme.
Esta es la otra cara del extractivismo: ya no del subsuelo, de la tierra, del mar, del paisaje, del sentido del lugar. El capital transforma el territorio en un activo financiero, y con ello desplaza el valor social, afectivo y comunitario del espacio. La gentrificación, como forma contemporánea de colonización y extractivismo financiero, vacía el litoral de vida local y lo rellena de simulacros de bienestar y pertenencia, solo disponibles para quienes pueden pagar.
- Impactos ecológicos severos: la colonización de la franja costera ha destruído más de la mitad de las dunas de todo el territorio desde San Lucas hasta más allá de La Playita en San José— un ecocidio de toda la barrera natural contra huracanes, que son las dunas costeras y vegetación halófita, como salaos, romerillo, manglares en zonas bajas, pastos marinos y otras especies adaptadas al entorno salino y arenoso. Esta cobertura vegetal estabiliza el sustrato arenoso, amortigua la fuerza del viento, captura humedad y sirve de contención natural ante tormentas y oleaje extremo.
La pérdida de estos ecosistemas, a lo que se llama —ecocidio—, no solo representa una vulnerabilidad ecológica, sino también una transformación radical en las dinámicas oceanográficas. El modelo turístico, al eliminar las dunas y endurecer el litoral con muros, plataformas y cimentaciones, altera el perfil de la playa, modifica la forma en que las olas rompen, y afecta la disipación natural de energía que ocurre en zonas de transición entre tierra y mar.
El caso de Zippers, una de las olas más emblemáticas para el surf en San José del Cabo, es ilustrativo: tras el Huracán Odile (2014), la ola nunca volvió a romper igual. Esto se debe a que las dunas y la vegetación que antes equilibraban el flujo de arena y permitían una batimetría constante, fueron arrasadas. Hoy, en su lugar, hay resorts, bardas, caminos compactados y drenajes mal planificados que interrumpen los procesos naturales de transporte sedimentario, erosionan la playa y cambian la morfología del fondo marino.
Donde antes había un sistema dinámico que se autorregulaba con las mareas, hoy hay estructuras rígidas que aceleran la pérdida de arena, impiden la regeneración costera y alteran la energía del oleaje. Aunque la ola sigue siendo surfeable, ya no es la misma. No sabemos si volverá a romper como antes, lo que si es casi seguro es que se seguirá transformando, pues los huracanes seguirán llegando año con año, y ya no quedan dunas ni vegetación costera que actúen como barreras y amortiguadores naturales. Y la “lógica” del turismo inmobiliario no se detiene: aún planean ir por el resto de la costa.
Zippers no solo es una ola. Es un termómetro de lo que ocurre cuando el territorio se subordina al capital, cuando el mar se vuelve negocio y el paisaje se convierte en activo financiero. Una ola modificada que anuncia una costa en riesgo.
No estamos frente a un problema anecdótico. Estamos frente a una crisis de territorio, de justicia, de identidad social, de presente y de futuro. Una crisis que no se mide en metros de playa perdidos, sino en memorias rotas, comunidades desplazadas y paisajes convertidos en vitrinas.
Lo que se disputa aquí no es solo la playa, sino el derecho a existir fuera de la lógica del turismo, del capital y de la exclusión.
1992-1994: el origen del despojo costero
El actual modelo de apropiación de playas en México no puede entenderse sin mirar hacia los años noventa. En 1992, bajo la visión de organismos financieros como el Banco Mundial, México bajo el gobierno de Carlos Salinas de Gortari, reformó el Artículo 27 constitucional, permitiendo por primera vez la venta de tierras ejidales. Ese cambio legal —invisibilizado para muchos— fue el punto de partida para la ola de privatizaciones que vendría después, especialmente en zonas costeras, donde los ejidos ocupaban territorios estratégicos frente al mar.
Dos años después, en 1994, se firmó el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), consolidando el modelo neoliberal. Ese mismo día, el EZLN se levantó en armas en Chiapas, denunciando la traición al campo mexicano. Pocos meses después, Luis Donaldo Colosio —candidato presidencial del PRI— fue asesinado en Lomas Taurinas, Tijuana. Colosio había comenzado a cuestionar públicamente las consecuencias del modelo económico impulsado por su propio partido. Tras su asesinato, el PRI impuso como nuevo candidato a Ernesto Zedillo, quien eventualmente ganó las elecciones y asumió la presidencia el 1ro de diciembre de 1994.
Nada de eso fue casual. Fue un reacomodo estructural. Y en esa reconfiguración del país, el litoral dejó de ser un bien común para convertirse en mercancía. Lo que hoy vemos en Cabo, en Palmilla, en Cerritos, en San Pedrito, en La Paz, en Cancún, en Yucatán, y en muchos litorales mexicanos, tiene raíces profundas. El despojo costero es parte de una herencia neoliberal que aún no se ha desmontado.
Sin embargo, cada mapa crítico, cada denuncia ciudadana, cada cuerpo que insiste en habitar el mar como derecho, abre la posibilidad de resignificar el territorio y poner límites al saqueo y despojo disfrazado de progreso.
Este artículo continuará la semana que viene.