¿No lo había rescatado el marinero, así fuese desde su silla de ruedas desde la que apenas podía levantar el brazo para rasurarse con su vieja navaja, que conservaba como una joya? La esclerosis es una fatalidad, pero gracias a ella, aquél pasó de la buhardilla a la casa del marinero, para dedicarse a bañarlo, sacarlo a pasear, limpiar sus excrecencias, escucharlo. Porque el marinero necesitaba del oído y del asombro que replicara sus historias. El recuerdo abrillantado de sus viajes, de las islas, ciudades y puertos, eran el contenido de la voz que la parálisis había perdonado. La conspiración entera de la casa, que en última instancia lo abarcaba también a él, no justificaba los coitos clandestinos de aquél con la esposa, ni la aceptación de una tajada miserable del botín. La esposa, pensaba él, acabaría desechando a aquél también; el hijo, más pusilánime, simpatizaría con el que traicionaba a su padre. Quizá como un regalo del mar, el marinero agudizó el oído y escuchó jadeos conocidos en la cama matrimonial. Era aquél, Héctor, su cuidador. Una hora después, con el brazo que le quedaba útil levantó la navaja y le cruzó el pescuezo. Cayeron al suelo la cuchara y el plato con papilla que le traía para que comiera, como todos los días. Luego cayó Héctor. Mientras la esposa se lavaba el cuerpo.