Por Octavio Escalante

Después de la consabida polémica acerca de la sudcaliforneidad de los representantes sociales, y ante el apabullante contragolpe de los detractores de un puritanismo etéreo sobre nuestra identidad, ya ni siquiera me he tomado la molestia de revisar ciertos dichos e indignaciones, porque al parecer un espíritu de los habitantes que trasciende las actas de nacimiento ha permeado la discusión, haciéndonos ver que somos muchos quienes creemos que una sociedad se enriquece con el talante de sus combinaciones.

Luego de esta larga frase, habría que decir que eso a lo que se le llama identidad, es un ancla y un combustible que mientras sabe dónde detenerse con un hierro forjado en su pueblo, ha de conseguir maderas de muchos lados para que el barco avance.

Ya no se diga la ignorancia sobre la historia de la que muchos somos parte, más de un siglo antes de que el «territorio» se declarara entidad. Historia que nos iría esclareciendo, de conocerla, la cualidad extranjera que tiene, al menos en un par de ciudades por las que ahora algunos han decidido levantar una antorcha ignorando que su fuego ha sido encendido por generaciones de muy diversas llamas.

En cuanto a las respuestas de los detractores, incluso han hecho burla de lo que consideramos identitario nuestro, desde la música, la comida y por supuesto el origen natalicio de quien habló en la ceremonia del 48 aniversario.

Habríamos que dejar de situarnos en un año propiamente o en una media filiación de nuestros habitantes, pues ¿con qué criterio uno puede medir la identidad de una eterna tierra, a través de los pasajeros rasgos de quien –a su vez- sólo pasan por ella?

Hay documentos, sin lugar a dudas, de los que pueden colgarse numerosos defensores de lo californiano, y aun así, ¿con qué criterio discriminas lo que verdaderamente somos, si quienes han sido en esta tierra alguna vez –miles de años antes– no conocieron ni la pluma ni la tinta?

Jugamos a la identidad, de eso estoy seguro, pese a que por mi propia cuenta sienta un amor terrible por un montón de cosas que no puedo acomodar –y que tengo el respeto de no acomodar– en un sistema. Y pese a ese amor terrible, como el Ser en sí, concuerdo en que lo que lo hace más grande y trepidante hacia el futuro es su impredecible contingencia.

¡Pero cuidado! El que la generosidad de esta tierra sea tal cual es, no significa que deba arropar como cándidos peregrinos a proyectos que en el fondo llevan la cuña del desastre para la gente que aquí vive, y para la naturaleza que lo amuebla todo con su poderoso atardecer. No. Ese sería el verdadero error.

El error menor es el que hemos visto en las opiniones pocas sobre esta ceremonia, que ya se han tachado de xenofobia y chauvinismo con justificado aplomo. Pero el otro, el error mayor, es el que se viste de cordialidad, progreso e identidad, y sustrae de nosotros la sangre y la vida de una identidad que, si bien es preferible no definir como si fuese un concepto absoluto, se desquebraja cuando la perforan con grandes máquinas, o cuando maquinan sobre ella proyectos que nos excluyen y que al final terminarán convirtiendo en algo –quizá– sin rumbo propio, sino el de quienes precisamente no sienten ni una brisa de «lo que nos es propio», sin nosotros saber en ese futuro ni lo que tuvimos, ni lo que fuimos alguna vez, ni por qué, ni cuándo.