Por Octavio Escalante

Me gustaría recordar más sobre la pizzería Rin Rin. Lo poco que recuerdo se restringe a los días del niño, a las quincenas de mis padres y a los años previos al divorcio de mis padres, en los que abundaban las peleas y, cuando se podía, se celebraba haber librado de nuevo la separación inminente con una ida a las pizzas Rin Rin en aquellas mesitas rodeadas de olor a madera y al horno, con todos sus ingredientes que vendrían después compuestos y acompañados de un botecito de crema y otro de chile seco humectado con no sé qué manjares propios que no me ha logrado descifrar ningún italiano cocinero.

La memorabilia, quizá no sólo de la Rin Rin sino de las pizzerías a las que he ido en Sudcalifornia, se constituye de letreros de metal derruido con algo aun de pintura donde se dice: km 260 Arizona o una cosa así; unos bastones de un par de alpinistas que para cuando yo comía mi trozo de pizza con frijoles y jalapeño, ellos ya estaban enterrados y sus hijos habían tenido nietos; una imagen caricaturisada de una mujer esnifando rapé en Boston, una lámina de una refresquería.

Letreros de anuncios de principios del los 40 del siglo pasado que se habrían conseguido en las segundas de Tijuana o del Gabacho; botas del Viejo Oeste o carteles de un vaquero empinándose algo, eran como la lectura de Borges fue para mí posteriormente: un índice de lo que podría consultar. A mis seis, nueve, doce, 14 años, aquello se figuraba igualmente como una posibilidad de conocimiento más allá de las deliciosas almejas chocolatas que, por cierto, las sirven a un lado de la Rin Rin también.

Cuando algo que llevas en el corazón se termina, duele siempre. Afortunadamente la Rin Rin no fue un amante que me diera años de inconsolable pasión retroactiva sino un lugar a donde nos llevaba la maestra de primaria, pero siempre queda un resabio de circunstancia. Cobardemente aceptaría que todo pasa. La otra vez hablé con el Enfa, el Skater de La Paz, y le dije si todavía seguían tropezándose con las semillas de dátil de la palma en el PK.

–Ah, qué bueno que lo dices– me contesta– Lo han remodelado tantas veces y sigo cayéndome con esas semillas de la palma de dátiles.

¿Y cuando no queden ni semillas? Por lo menos espero no construyan algo ahí que sea diametralmente ajeno. He leído a un reportero, con cínicas faltas de ortografía, que llegará otra pizzería a ocupar el lugar de la Rin Rin. Espero conserve ciertos aromas. Lo que no espero, lo que descarto, es que la vida vivida vuelva o se mantenga permanentemente como si el amor a las cosas que recordamos fuese una fuente de inagotable fuego.