Patricia Valenzuela

Me siento en el sillón y entrelazo mis manos frías y sudorosas para atropelladamente y a bocajarro, dejar que las palabras salgan mientras mi llanto encuentra su cauce, mientras mi interlocutora muy amable me mira en silencio desde el otro extremo de la habitación. Podría decir compasiva, lastimosamente.

Yo termino de partirme, fracturarme en mil pedazos. Mi carne y mis huesos, mi sangre y pensamientos explotan. Vomito dolor. Escupo decepción. Transpiro miedo.

Ella me ofrece un pañuelo que acepto pero no uso. No me preocupa secar las lágrimas que tienen el mismo sabor del sudor que pruebo cuando corro o hago el amor. Solo respiro profundo y exhalo para seguir volcando en ella mi verborréico monólogo.

Ella, que escucha la frustración que me aniquila.

Sí, hay que pagar por sesenta minutos de calma, de serenidad. Por dos oídos atentos, por palabras de aliento. Por un abrazo al finalizar la conversación. 

Todo eso me anima a salir y enfrentar de nuevo el aplastante mundo que me asfixia.