Una vez descansado todo el padecimiento extremo del alcohol y otras sustancias durante las fiestas decembrinas, y cruzando como soldados adoloridos por la Candelaria, entre tamales y rechazos de la familia por los insultos impropios que propinamos en medio de la borrachera de año nuevo, nos preguntamos ¿quién va a darnos la verdad sobre el Carnaval La Paz 2023? Se entiende que no me refiero a la verdad de quien pueda ir, sino a la verdad de quien pueda hacer una crónica de ello, siendo cronista y experimentador del despapaye anual.

Por una parte, tenemos al gran ícono del periodismo gonzo que es Humpter Tompson, pero que no se nos olviden quienes relataron como historiadores las guerras de las que salieron vivos, una crónica de quien estuvo ahí, no como un lente que capta lo que puede, sino unos brazos que golpean con la espada a quien pueden matar y un cuerpo que se alimente de lo que hay en el campamento.

¿Quién, de todos los periodistas, se atreverá a hacer el periodismo gonzo en una sencilla fiesta donde podría salir, sin lugar a dudas, golpeado por unos seis buchones o encajada la navaja de un vato viejo del Esterito o del Manglito que decidió volver a la fiesta citadina luego de dos décadas de no vivirla, cuando la banqueta del Malecón era otra?

Como sea, el oficio es el oficio, y no faltará, en el maletín imaginario de quien se disponga a ello, uno que otro sobre, bolsita o botella, para irla calmando propiamente mientras se avanza entre caravanas de nuevos cholos, o de nuevas tribus. Qué desagradable manera de encajarle a un desconocido un goyete de botella en el cuello.

No, no no no, no. Para nada. No queremos la violencia. En todo caso queremos que se acabe la violencia, pero nos resulta extremadamente atractiva la redacción de una crónica sobre la verdadera esencia de un carnaval cuando somos parte de esa esencia, suceda lo que tenga qué suceder.

Y entonces, gonzamente, ¿nos meteremos en ello? ¿O qué periodista lo hará, más allá de la gran noticia de la vaquita andrógina?

Ay, dios santo, están demasiado heladas ya ciertas cervezas y las cobijas se han colgado como cortinas que cubren una habitación llena de delicias traídas de otras tierras, mientras el merolico desparrama su lírica frente a todos. Qué olor hermoso el de la combinación­ –al fin!– de la población reunida.

Qué periodista, insisto, narrará con su crónica gonza un solo día de lo que le pudo haber pasado si se deja llevar hasta el límite de lo que da el carnaval, olor a sargazo y sal, a sudor, a uniformes de policías y fritanga. Da igual, nos conformamos con que se disfrute, aunque nadie escriba la crónica.

Y claro, como está la cosa, ya no es 1998. Ya no hay velocímetro, pero la corriente puede llevarnos más allá de donde queríamos. ¿No ése el calambre que le da el atractivo a quien narra una historia metiéndose en ella, como el soldado que se vuelve historiador luego de haber perdido un ojo en la batalla, y de haber olido el hierro de la sangre de cinco enemigos?

No, hermano. No te vayas lejos. Podemos empedarnos, tranquilamente, sin necesidad de que nos encajen un goyete en el cuello o ser el platillo fuerte de una lucha campal entre guerreros cuyas armaduras fueron compradas por Amazon.