Mario Jaime

El corazón del hombre no progresa, es el mismo hoy que en la época de Sófocles.

Ernesto Sábato

La creencia de que los hechos se desarrollan en el sentido más deseable, lo que logra una perfección creciente fue una noción casi desconocida en la Antigüedad en la que primó más bien una noción de “decadencia “o “caída”.

Se puede, sin embargo, rastrear un pensamiento parecido en Jenófanes cuando declara que el saber humano mejora a través del tiempo: “Pues los dioses no revelaron desde un comienzo todas las cosas a los mortales, sino que estos, buscando con el tiempo descubren lo mejor”.

La doctrina de los estoicos potenció al hombre como un estandarte que derrotará a los dioses. En el atávico mito de Prometeo, el titán sabe que un nuevo dios destronará a Zeus. El rey ataca en forma de águila las entrañas del titán en una tortura que tiene como objetivo la confesión de esa nueva deidad. Prometeo, en su orgullo satánico, se niega a revelar al numen pero advierte que ese nuevo dios llegará con una gran bola de fuego. Con una hermenéutica no demasiado rebuscada podemos deducir que tal ser es el hombre.

El fuego es un símbolo de progreso, dialéctica, polémica infinita, un logos que se consume en la ekpirosis y penetra como pneuma donde haya forma y vida.

Según los estoicos este fuego es chispa universal – Hegemonicón- ilumina, da luz dispersando las tinieblas de la ignorancia. Entre más logos alcance el hombre, más se separará del abismo. Conociendo la cadena de causas, la hermaimene, se progresa en un sentido teleológico.

El objetivo del hombre es volverse dios.

Entre más conozca, entre más logos, entre más racional se vuelva, el objetivo se cumple. Es el destino.

También en el siglo II Aulo Gelio formuló que la verdad es fruto del tiempo según el verso de un viejo poeta cuyo nombre se ha perdido: Veritas temporis filia.

El optimismo se dirigía más bien en retomar los conocimientos definidos que producir nuevos según Abagnanno y así se debe entender la frase de Bernardo de Chartres de que somos enanos aupados a hombres de gigantes, frase que parafraseó Newton en una carta dándole una connotación distinta.

Se atribuye a Francis Bacon el desarrollo del progreso hermano de la experiencia en el estudio de la naturaleza. En su lucha contra el pensamiento escolástico, Bacon declaró que la Antigüedad fue escasa de conocimientos y que la Modernidad era progreso. Era el año de 1620, en una época en donde se quemaban brujas, se exorcizaba a diestra y siniestra, el demonio era sujeto en la legislación  y se perseguían hombres lobo; el optimismo de Bacon era sobresaliente. Según el primer barón de Verulamium la armonía entre los hombres puede alcanzarse mediante un control de la naturaleza que les facilite los medios precisos para su vida y este control solo puede ser racional. Un mundo gobernado por la razón debería ser perfecto.

Ya en su novela utópica de “La nueva Atlántida” anticipa que los constructores de la luz realizarán experimentación con plantas y animales, manipulación biológica, construirán laboratorios óptica y acústica además de submarinos, naves voladoras, armas químicas, cinturones para nadar y laborarán en un laboratorio de movimiento perpetuo. Han pasado 400 años y todo lo profetizado por Bacon se ha hecho realidad exceptuando la consecución del movimiento perpetuo.

René Descartes plantea ya una justificación de su nuevo método en 1637:

“Y que en lugar de la filosofía especulativa ahora enseñada en las escuelas podemos encontrar una filosofía práctica, mediante la cual, conociendo la naturaleza y la conducta del fuego, del agua, del aire, de las estrellas, del cielo y de todos los otros cuerpos que nos rodean, como ahora entendemos las diferentes destrezas de nuestros trabajadores, podemos emplear estas entidades para todos los objetivos para los cuales son adecuados, y así hacernos amos y dueños de la naturaleza”.

Dueños, amos, residuo de un pensamiento teológico que podemos rastrear hasta el antiguo Egipto donde en “Las enseñanzas para Merikare” se puede leer que la divinidad hizo a los peces para ser usados por el ganado de dios: los humanos. ¿Acaso en el Génesis, el dios de Adán no le ordena sojuzgar la Tierra? ¿Y acaso no la más sabia de las criaturas, la serpiente, tienta a Eva con el fruto del conocimiento? Seréis como dioses –Elohim-, susurra la tentadora.

La relación entre el progreso científico junto con el progreso social y moral se afianzó en el programa filosófico de los enciclopedistas franceses del siglo XVIII. Una de sus creencias principales es que la ciencia puede desvelar secretos de la naturaleza. Aplicar dicho conocimiento puede mejorar la condición humana. ¿Hay una condición humana? ¿Hay una esencia común a toda nuestra especie? Tal pensamiento hace saltar las alarmas. Cada vez que un programa político se basa en el mejoramiento del hombre termina en genocidios y un autoritarismo atroz. 

Uno de los más optimistas fue Nicolás Condorcet que defendió las desmitologización como el progreso del espíritu. Según el marqués matemático: “Si el hombre puede predecir, casi con total seguridad, los fenómenos cuando conoce sus leyes, y si, incluso cuando no las conoce, puede predecir el futuro con mucha probabilidad de éxito gracias a su experiencia del pasado, ¿por qué, entonces, habría de considerarse empresa fantástica la de trazar, con cierta pretensión de verdad, el destino futuro del hombre a partir de su historia?”.

La clave de los enciclopedistas es que la susodicha condición humana es básicamente…la bondad.

El final de Condorcet es una desilusión cruda y un triste despertar. La misma revolución que surgió del fuego ilustrado le devoró, los mismos entes racionales encargados de mejorar la sociedad le condenaron a muerte y tuvo que huir. Probablemente se envenenó en su celda.

Cuando Brissot defendió el pensamiento de los viejos enciclopedistas –cuyas ideas originaron la doctrina revolucionaria-  como D’Alembert Voltaire y el propio Condorcet que agonizaba en su celda; el maldito Robespierre respondió que se olvidara de tales personajes pues la reputación del nuevo régimen no podía basarse en reputaciones antiguas.

Condorcet escribió: “La naturaleza no ha puesto límite alguno al perfeccionamiento de las facultades humana. El progreso podrá seguir un ritmo más o menos rápido; pero éste debe ser continuo, sin retrocesos”. Los mismos evolucionarios que defendían este ideal le condenaron. ¿Ironía entre el idealismo y la cruel realidad de los sanguinarios?

Pobre Condorcet, cada vez que escucho a un optimista de banqueta ponderar la educación, el arte, la cultura o la razón como medicinas contra la violencia y la calamidad, te recuerdo y rezo a una entidad inexistente porque no terminen fusilados.

En el Romanticismo se potenció la idea de progreso. Fue Fichte quien expuso el concepto del plan progresivo de la Historia en 1806 como la necesidad de lo existente. Que todo lo que existe, existe necesariamente como es recuerda la doctrina de un determinismo divino. Este pensamiento fue la base de la dialéctica histórica de Hegel y la materialista de Marx y Engels, e idéntica a la concepción de Auguste Comte.

El padre del Positivismo identificó al progreso como el desarrollo del orden extendido hasta el mundo animal. Tal idea permeó el programa de Spencer que igualó la evolución darwiniana al evolucionismo cósmico. Los más aptos sobreviven se volvió sinónimo de un progreso desde lo primitivo hacia lo más evolucionado como si fuese mejor. 

Es a partir de la segunda mitad del siglo XIX en el que el progreso dependerá del progreso científico en sí mismo como un destino fisiológico de la historia.

Sin embargo, el cambio radical de modelos físicos a partir del siglo XX conlleva la noción de que el progreso científico no se admite como una aproximación a la verdad sino como una mayor eficacia para resolver ciertos problemas

Ciertas teorías científicas si progresan, según Sábato la física de Einstein es mejor que la de Aristóteles y ciertos conocimientos actuales son mejores que los antiguos. Saber la correlación entre ciertas bacterias y las enfermedades hace que hoy puedan morir menos personas de tales infecciones que antaño.

Si se separa la noción de progreso científico del “progreso” universal cósmico podríamos considerar una mejora en las condiciones de vida humana y casi contagiarnos de la certeza de Carl Sagan cuando escribió que “la ciencia es una vela en la oscuridad”.

Hay autores que consignan estúpida la idea de una Arcadia feliz, por ejemplo Antonio Cantó en su ensayo “El pasado era una mierda” radicaliza el pensamiento ilustrado con datos ad hoc para su tesis. Consigna que hasta la llegada de la medicina basada en experimentación científica, la tasa de mortalidad infantil en el mundo oscilaba entre el 20% y el 40%, alcanzando su máximo en épocas de hambruna o peste. Las vacunas, el desarrollo de fármacos, la generalización de la higiene o la explosión de la industria alimentaria son, según Cantó maravillas que eliminan o minimizan terribles problemas que durante siglos los humanos han enfrentado.

En el polo opuesto hay escépticos como Nietzsche para el cual, todo conocimiento es efímero y no puede alcanzar a ser conocimiento verdadero. En un pequeño escrito titulado “Sobre verdad y mentira en sentido extramoral” Nietzsche abre fuego de manera contundente: En algún apartado rincón del universo, desperdigado de innumerables y centelleantes sistemas solares, hubo una vez un astro en el que animales astutos inventaron el conocer. Fue el minuto más soberbio y más falaz de la Historia Universal, pero, a fin de cuentas, sólo un minuto.

El poeta de Weimar criticó la visón antropocéntrica del evolucionismo así: “No es sino humano, y solamente su poseedor y creador lo toma tan patéticamente como si en él girasen los goznes del mundo. Pero si pudiéramos entendernos con un mosquito, llegaríamos a saber, que también él navega por el aire con ese mismo pathos y se siente el centro volante de este mundo”.