Por Octavio Escalante:

La única obra literaria que he leído y que tuve que dejar en el asiento de un autobús por su ideología manifiesta, fue La madre (1907) de Máximo Gorki, realismo socialista. Me cautivaron las primeras páginas en las que se describe la escena antes de que el joven toma la decisión de volverse revolucionario; un ambiente decadente en su hogar, alcoholismo para evadir mentalmente la miseria, frío, pobreza y la madre abnegada junto a un padre indolente.

Nabokov, en sus cursos de literatura rusa, explica muy bien cómo una novela soviética (que no es el caso de La madre) puede llegar a la inverosimilitud –y a la ridiculez– cuando dos amantes se juran amor, pero se revelan mutuamente que hay algo que aman mucho más: el partido socialista.

Esta actitud temerosa de enfrentar los senderos a los que puede llevar la creación literaria, estancó, según Nabokov, a la literatura rusa al menos por un par de décadas. Y sin embargo, no se muestra muy complacido tampoco con Dostoievski.

Si ahora apareciera una novela políticamente correcta en todos los sentidos y en todos sus héroes, y demasiado obvia con los puntos que se quieren juzgar de sus villanos, ¿la dejaría en el asiento de un autobús?

Me hallé el jueves pasado una película de género fantástico (Men, 2022) que a mi parecer amalgama la crítica a la figura patriarcal dentro de una historia de culpabilidades y de personajes más o menos arquetípicos de las actitudes contra las que se enfrenta una mujer a lo largo de su vida.

Aparecen, por ejemplo y desde mi punto de vista, el árbol, el Adán desnudo que va engendrando y pariendo, literalmente, al joven agresivo; el hombre superprotector que esconde el deseo, sin más, de penetrar; el cura que utiliza la culpa en contra de la mujer que le confiesa –no un pecado– sino una angustia, y contra la que incluso justifica al esposo golpeador –que la ha amenazado con suicidarse si no se queda con él, y cumplió.

Se hayan en la historia el menosprecio por el sufrimiento femenino, la incredulidad, que aquí resulta elocuente, pues lo que uno ve como espectador es increíble al tratarse de una narración llena de aparentes alucinaciones, monstruosidades, transformaciones y diálogos en los que la sensatez no le sirve de nada a la protagonista, en tanto que no hay nadie en el pueblo que parezca querer ayudarla –acosada por todos.

Porque todos son hombres, y todos tienen la misma cara. Un efecto especial que se nota desde que ella llega al pueblo. Así que tenemos pocos actores en esta peli. El que representa al esposo, ella, su hermana y todos los hombres del pueblo; es decir unos seis, cada uno igual de peor que el otro pero representados con el mismo rostro.

«Me estás cantando –le dice el cura– no como a Ulises, sino como a un marinero, para hacerme pedazos en las rocas de tu cueva, de tu abertura» frente a una chica aterrada por lo que le ha pasado durante la semana en un «campiña de Inglaterra», donde quería olvidarse de su tragedia.

Y aun así, no me parece que incurra en ninguna de las manifestaciones explícitas de la ideología –no digo implícitas– que critica como inverosímiles y ridículas Nabokov en las novelas soviéticas. Más bien la recomiendo precisamente porque no tropieza con ellas mencionándolas, sino expresándolas a través del terror, la fantasía y la desesperación.