Mario Jaime

Al Giovanni

Morir no es tan terrible, ¡pero no volver a verla jamás!…

Edmond Rostand.  Cyrano de Bergerac.  Acto IV.

¿El teatro nos prepara para la muerte?

En verdad nos maximiza la sensación de lo efímero en la vida. Estar en escena es existir porque la dimensión se congrega, se amplía en la música del drama.

Sólo siendo el otro, los otros, podemos acceder a una conciencia de lo efímero.

Cuando algo sucede, la inminencia de la catástrofe, la caracterización ya dejada atrás, en el latir profundo de la arteria nos invade la sensación de la vida.

Como dramaturgo he experimentado el proceso demiúrgico de la creación. Un plano obtuso, de materia informe que va secretando metabolismos afines, ajenos, despistados, pausados y enervantes.

Como actor la sensación de finitud nos enfrenta con el concepto del tiempo en la filosofía, en la fisiología, en la física pero sobre todo en el arte. Es el teatro, el drama, una metafísica en acción que nos muestra el presente y la eternidad de los personajes que siempre vuelven, una y otra vez, en la carne finita.

Giovanni rasguea su guitarra.

La voz se quiebra en puntos que no previó.

Saca un poco de hierba, la envuelve. El sol es una llamarada atenuante en el discurso estético del paisaje. Hay hambre, ninguna conclusión.

Fuma un poco.

Camina hacia el malecón. Las camionetas gigantes se atascan en el desfile imbécil. El ruido de banda troza cualquier profundidad. Junto al kiosco caminan las gordas arriando a sus crías, gritando amenazas. Lo que le espera a los mocosos es una bofetada y un cinturonazo. Esa es la educación. Cuando las observa de frente, le rehúyen. Son madres cobardes, destruyen la ilusión de los niños mientras fingen una bonhomía carente de ideales.

Esquiva el muelle. Busca la nimia extensión de playa entre al agua sucia y el asfalto. Ahí no hay luz. Rumor de gringas ebrias a su espalda y frente a él un marecito gris de heces y plástico. El aroma envuelve una dejadez color magenta, si uno de esos cerdos policías lo huele volverá a dormir en una celda. ¡Qué importa!

En ese instante debería estar maquillándose, ebrio de temblores nerviosos, a punto de la segunda llamada. Pero había renunciado y miraba la noche. Escuchaba el paso de la gente anónima en busca de helados, cervezas, sexo; o simplemente su caminata sin metafísica. Sus ojos se revestían con la pátina de lo insulso. Giovanni deseó abofetearles; gritarles a voz de trueno: ¿Por qué no están en el teatro? ¿Por qué no están en el espejo de los mitos? No dice, calla.

La marea escupe un recipiente verde, trae algunos sargazos enroscados (Se lee ‘Sprite’ entre la arena muerta). Algunos isópodos se encaraman de inmediato. Seguro hay alguien, naciendo por ahí, sin saber que el océano es el mugrero de los simios. 

Es inútil, él tampoco está en el teatro. ¿Y qué? Todo sigue. Los eructos, las risotadas, los amargos sonidos del violín. Él no está y no sabe si es o no es, pero se indigna y quiere vomitar. Ha vuelto su dolor de retina. Tiene hambre. No se percata de Orión ni de esa estrella demasiado roja, que titila por ahí, con suavidad.

¿De qué sirvió Edipo? ¿De qué si censuraron a Frínico? ¿Dónde habita ya la energía de David Garrick? Life is…sound and fury… ¡Patrañas! ¿Acaso él ya es? ¿Acaso ya respira libertad lograda?

Tiene hambre y se maldice. En un acceso rompe la guitarra contra el paredón. Las gordas gritan, algunos muchachos ríen. No llega un policía sino un agente deforme, un cetáceo sin belleza que pide refuerzos. Escucha por ahí: ‘Malditos marigüanos’. Ya en la patrulla, Giovanni no puede entender al cosmos pero le da igual porque ya ha renunciado