Nysaí Moreno

En los manuales de guerra —y en los discursos que han moldeado nuestra visualización sobre la “soberanía nacional”— se repite hasta el cansancio que un país se defiende por mar, aire y tierra. Que las costas y las fronteras son las primeras líneas de defensa. Que la vigilancia del territorio es un asunto de seguridad nacional. Sin embargo, ¿qué ocurre cuando no hay buques de guerra ni soldados foráneos desembarcando? ¿Qué pasa cuando la ocupación llega en forma de capital inmobiliario, de fideicomisos opacos, de turistas con poder adquisitivo?

La historia nos ha enseñado que las invasiones armadas abren paso al saqueo de recursos y a la ocupación del territorio. Pero hoy, ese proceso se ha vuelto más sofisticado: la guerra ya no se libra con armas, sino con leyes. El despojo se firma en oficinas de notarios. La entrega del territorio se da mediante “reformas estructurales” y tratados multilaterales que, en nombre del desarrollo, privatizan lo común y diluyen lo soberano.

Manual de ocupación

¿Qué es una invasión cuando no hay armas ni soldados?

  • Se controla el mar: no con flotas militares, sino vendiendo la costa a capitales foráneos.
  • Se controla la frontera: no con tanques, sino con reformas constitucionales que permiten la compra directa de territorios estratégicos.
  • Se controlan los flujos internos: desplazando a comunidades originarias y lugareñas, destruyendo sus vínculos con la tierra y sustituyendo el arraigo por contratos de renta y vigilancia privada.

Esto no es una guerra abierta. Es una ocupación silenciosa administrada por servidores públicos, notarios, fideicomisos, decretos y discursos de “progreso”.

Mar sin nación: cómo México perdió su litoral

¿Quién impulsó la reforma del Artículo 27 en 1992?

Fue el resultado de una presión sistemática ejercida por el Banco Mundial (BM) y el Fondo Monetario Internacional (FMI), quienes durante años habían condicionado sus préstamos y programas de “estabilización” a la apertura total del país al capital global. Bajo el discurso de que México “estaba sumido en una crisis económica”, estos organismos multilaterales operaron como operadores del despojo legalizado, exigiendo reformas estructurales orientadas a desmontar la propiedad social, liberalizar los mercados y allanar el camino para el Tratado de Libre Comercio (TLCAN). Entre esas exigencias estaba la eliminación de las “trabas” a la inversión extranjera, lo que implicaba la modificación constitucional que permitiera la venta de tierras ejidales (hasta entonces inalienables por el mismo Artículo 27). Carlos Salinas de Gortari no “negoció” esas condiciones: las obedeció.

Fuentes clave:

  • Documentos del BM y el FMI de principios de los 90 (condicionalidades).
  • Autores como Ana de Ita, Armando Bartra, Gustavo Esteva y Enrique Leff lo han denunciado ampliamente.
  • El mismo TLCAN (1994) requería estas condiciones previas. Recordemos que tras ese suceso, los Zapatistas se levantaron en armas. ¿Los Zapatistas fueron los únicos que entendieron el signficado real de este “tratado de comercio”?

El Zapatismo como única fuerza colectiva que leyó en tiempo real lo que implicaba la reforma del 92 y el TLCAN: el desmantelamiento legal de la propiedad comunal y la entrega del territorio al capital trasnacional.

¿Y la reforma del Artículo 27 en 2013?

Aquí no hay documentos tan evidentes como en 1992, pero se puede inferir que la presión fue geopolítica, corporativa y financiera, probablemente en continuidad con la agenda iniciada en 1992. El sexenio de Peña Nieto (2012-2018) impulsó una serie de reformas y acontecimientos, entre ellos:

  • México estaba buscando “atraer mayor inversión extranjera directa” (IED).
  • Se discutía la reforma energética, que abrió el sector petrolero y elétrico a la inversion privada y extranjera. Además de las reformas educativa y fiscal.
  • Se presentó la iniciativa de la reforma. Estaba alineada con los intereses del PRI-PAN, con el discurso de “liberalizar el mercado inmobiliario para detonar crecimiento”.

Aunque no está confirmado explícitamente que el BM impulsó esta reforma, sí se puede afirmar que responde a una lógica de apertura total al capital extranjero y de subordinación a intereses globales.

La costa entregada, las fronteras ocupadas: soberanía fragmentada

Las reformas al Artículo 27 —primero en 1992 y luego en 2013— no fueron meros ajustes administrativos: fueron actos de cesión territorial gradual. Especialmente la modificación del 2013 abrió la puerta para que la compra directa de terrenos en zonas costeras y fronterizas, antes prohibida por razones de seguridad nacional, se volviera legalmente posible.

Aunque no fue ratificada formalmente por el Senado, esta reforma creó una expectativa jurídica y política que normalizó la entrega del territorio. Los bancos extranjeros comenzaron a otorgar créditos a quienes tenían y tienen interés por adquirir territorios en la costa mexicana, los notarios a legalizar ventas, y los fideicomisos se usaron como puentes para anticipar lo inevitable: la pérdida efectiva del control territorial en zonas estratégicas.

Las zonas estratégicas son el litoral y las fronteras.

En fronteras, en el norte del país, el despojo avanza bajo múltiples formas: urbanizaciones privadas en Tijuana, Mexicali y Tecate; infraestructura binacional en Ciudad Juárez dominada por intereses estadounidenses; y megaproyectos mineros, turísticos, industriales y energéticos en Sonora, Chihuahua, Coahuila, Nuevo León y Tamaulipas, donde el territorio se reparte entre capital canadiense y estadounidense; agroindustrias, gasoductos, parques eólicos, crimen organizado y fábricas que consumen tierra, agua y aire sin retorno.

La frontera sur vive un proceso paralelo. En Chiapas, especialmente en la Selva Lacandona, el capital extranjero adquiere tierras mediante fundaciones ambientalistas o religiosas, imponiendo un modelo de colonización verde que desplaza a comunidades bajo el discurso de conservación. A esto se suma la presión del Corredor Interoceánico, el Tren Maya y el Plan de Desarrollo para Centroamérica, que reordenan el territorio desde afuera. El despojo no solo es legal: es planificado.

Los casos de ocupación del litoral mexicano son incontables. A nivel regional ya hemos dedicado artículos enteros sobre esto. Por mencionar algunos: Puerto Los Cabos, Palmilla, Cabo del Este, Corredor San Lucas- San José, La Ventana, La Ribera…y un interminable etcetera, donde bardas, mansiones, privadas, megaproyectos turísticos, casetas y guardias privados reemplazan los accesos históricos de pescadores y habitantes.

La lógica es brutal: el mar como vitrina premium, el paisaje como activo financiero. A cada paso, se instala el modelo de exclusividad sustentable, en el que la naturaleza es privatizada con estética y vigilancia. En Baja California se autorizó el año pasado la MIA para un megapuerto en Punta Colonet, que abarca 2,686 hectáreas de zona marina. Así costa norte de la península la tapizan de industrial con matices de sector inmobiliario turístico.

Y la ley sumando a los servidores públicos, que tienen la opción de exigir una acción de inconstitucionalidad, lejos de defender lo común, legitiman la apropiación.

La frontera líquida: cuando el mar ya no es nuestro

La entrega no es solo territorial. Es también marítima. México ratificó la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (CONVEMAR) el 18 de marzo de 2007, durante el gobierno de Felipe Calderón. Este tratado impide que el Golfo de California sea reconocido internacionalmente como mar interior bajo soberanía plena. Así, México no ejerce soberanía completa, solo sobre una franja de 12 millas náuticas; el resto está bajo el régimen de explotación de recursos, pero no de control total.

Mientras tanto, las decisiones sobre reservas como el Alto Golfo de California y Delta del Río Colorado son tomadas bajo esquemas de “cogobernanza” con la UNESCO (programa Hombre y Biosfera, MaB). La conservación se administra desde agendas globales, sin consulta efectiva a las comunidades que han habitado, defendido y nombrado el Golfo desde hace siglos, y ni se diga de las comunidades originarias, que han habitado este territorio por milenios.

¿Nos están haciendo jaque mate? ¿Podemos seguir llamando “soberano” a un país que no decide sobre su costa, ni sobre su mar, ni sobre su frontera?

El Golfo de California bajo asedio: ¿es jaque mate?

En el tablero del extractivismo, donde se juega el destino del Golfo de California, las piezas ya están en movimiento. La Reina, como siempre, es el capital extranjero. El Rey son los intereses económicos supremos: no tienen rostro, pero dictan cada jugada. Los alfiles y las torres —presidencias de México y Estados Unidos, junto con ciertas secretarías de Estado— se deslizan en línea recta con discursos de “desarrollo”, “seguridad energética”, “ordenamiento náutico”. Los caballos, esas ONGs de paso irregular pero eficacia institucional, brincan pasillos, gestionan permisos y camuflan el despojo bajo una pátina verde. Y los peones, cientos de servidores públicos, empujan las decisiones sin comprender del todo la estrategia.

Mientras tanto, la matriz ecológica del Golfo está sitiada por varios frentes. De un lado, el megaproyecto Saguaro LNG, con su planta de gas licuado en el corazón del Golfo, avanza con permisos exprés y favores institucionales. Si se le llegara a frenar “y cortar esa cabeza de la hidra”, no hay victoria: aparece otra cabeza. La cabeza de la “conservación”, también cuidadosamente financiada por capital extractivo, con sus reservas exclusivas y campamentos de lujo disfrazados de turismo alternativo.

La legislación de los Parques Marinos Nacionales, como Isla Espíritu Santo, permite el turismo de élite, que paga al menos mil dólares por noche en las carpas safaris para “acampar” allí. Significa exclusividad para turismo de élite.  Sumando que en todas las Áreas Naturales Protegidas, si hay interés minero, se puede otorgar un permiso.

De otro lado, regresa con otro nombre la vieja escalera náutica impulsada por Vicente Fox retomado por Morena: marinas de lujo para los yates de la élite enamorada del Golfo. Cada marina implica kilómetros de litoral privatizado. Signfica despojo y elitización del territorio.

Además se ha comenzado a vender territorios insulares enteros, como la Isla Cerralvo, bajo mecanismos legales ambiguos.

Así se acorrala al oponente. No hay para donde moverse.

La jugada está clara: si se destruye, se justifica con desarrollo; si se conserva, se privatiza. Ya no se trata de defender el Golfo con una estrategia: el tablero entero ha sido diseñado para el jaque. Cada movimiento lleva a un callejón sin salida. El jaque mate no es un evento: es la culminación de una serie de jugadas estructuradas para inmovilizarlo todo.

Pero, vamos, “no está tan mal” —dicen— “se protegen los paraísos y hay suficiente trabajo para todos”. Así van los discursos que hemos normalizado.

Interludio: El relato de historia que no es cosa del pasado

Dicen que hubo un tiempo en que los pueblos sabían quién ejecutaba el yugo de la corona entre su propia raza, la primer traición histórica que normalizó la division de los oprimidos. Que todos conocían al cacique del lugar: ese personaje que decidía quién podía sembrar, quién podía hablar, quién podía quedarse. El cacique no necesitaba títulos, solo territorio y miedo.

Entre caciques que se aferraron “al poder”, y caudillos que lo devoraban desesperados por más, la tenue luz al final del túnel se apagó. Los pueblos comenzaron a normalizar la opresión a través de las décadas. Después llegaron los testaferros, que se parecían a los vecinos pero hablaban como los patrones; ponían su nombre en los papeles, aunque no mandaban nada. Más tarde llegaron los oligarcas, silenciosos y elegantes, con oficinas en todas partes y lealtades en ninguna. No daban órdenes: las compraban.

Dicen que ya no existen esos tiempos… lo cierto es que nunca se fueron. Solo cambiaron de traje, aprendieron inglés y empezaron a hablar de “progreso”, “inversión”, “sustentabilidad”. Ya no portan machete, sino PowerPoint. Hoy se sientan en consejos consultivos, financian ONGs, se mezclan con funcionarios públicos —que, como administradores coloniales, más que representar al pueblo, facilitan el paso al despojo. El poder ya no grita: se disfraza de sentido común. Y eso es hegemonía.

Hegemonía: el despojo como consenso

Lo más peligroso de esta ocupación no es su violencia, sino su capacidad de parecer legítima, moderna, deseable. La hegemonía consiste justamente en eso: en lograr que el saqueo se vea como desarrollo; que la exclusión se entienda como orden; que la destrucción de los bienes comunes se celebre como inversión. No es necesario imponer por la fuerza lo que ya fue aceptado como inevitable. La hegemonía opera cuando ya ni siquiera discutimos lo que estamos perdiendo. Cuando el discurso de la sustentabilidad es financiado por las mismas corporaciones que devastan. Cuando la única forma de ver el mundo que se ofrece es la que ya nos despojó.

Sin costa, sin patria: el despojo territorial en nombre del turismo

Esto no es anecdótico. Es estructural. Y es global. Pero en México se vuelve obsceno: porque el despojo se hace a nombre del progreso, de la sustentabilidad, del turismo alternativo y del desarrollo regional. Porque los territorios costeros y fronterizos han sido convertidos o en zonas industriales, o en simulacros de paraíso para quienes pueden pagar, mientras las comunidades que ahí habitan son desplazadas, precarizadas o convertidas en fuerza laboral sin derechos.

Lo que está en juego no es solo la propiedad. Es la vida. El derecho a existir fuera de la lógica del mercado. El derecho a tocar y disfrutar el mar sin permiso. El derecho a habitar el litoral sin sentir que se está invadiendo.

El jaque mate no siempre se anuncia con estruendo. A veces ocurre en silencio, con leyes, con fideicomisos, con discursos de “ordenamiento territorial”. Y cuando queremos reaccionar, ya no hay movimiento posible. Sólo queda preguntarnos: ¿Quién moverá ahora las piezas del futuro?