por Mario Jaime

Una mariposa negra revolotea sobre los libros de filosofía.

Yo espero a los ladrones que hace tres días entraron aquí mientras dormía; espero no estar dormido y vengarme con un cuchillo cebollero, listo para sus omóplatos, tiemblo de odio.

La noche afila sus garras en mi corazón, en mi hígado, sobre mi cráneo brumoso.

Una mujer se ha ido, estoy marchito. Escucho el concierto número uno de Rachmaninov mientras rescribo la angustiosa y eterna soledad del holandés errante.

Tocan a mi puerta rentada. Una mujerilla tatuada en sus muslos, en sus brazos, asombrada detrás de sus gafas, sudorosa e histérica entra a la sala.

Es la Cristo, la Salvadora, según ella, de la expectativa vacía, es la Cristo, según ella, la Mesías de los adictos, de los drogadictos, de los perdidos de la ciudad en una sociedad anarquista comunitaria imposible, es la líder, según ella, la maestra, la filósofa, la filo, el amor, según ella, la portadora de esa antorcha que adora, ama, según ella a la humanidad.

Como yo no creo en cristos y no comparto su amor a la humanidad, a lo humano, le sonrío escéptico y la escucho.

Ella habla y habla y sigue hablando. La mariposa negra traza fractales, lleva el soplo de la muerte, de los muertos en esta noche tropical, sin ideología.

Pero esta Cristo, esta mujer tatuada habla de su manto, de ser una esponja que absorbe el dolor de sus adictos, que los recibe en su casa para ofrecerles hierba, cristal, hielo, besos, vulva, su sexualidad completa, porque ella es el amor, según ella, ella es el cristo que los madre, el cristo que los vuelve hijos, el cristo hembra que los orgasma.

Ella tiene dos amantes hijos, según ella, que la comparten en el amor libre, porque libre es al amor y me habla de Cuba, de frentes marxistas leninistas en Brasil, de anarquismo en Italia, en Chiapas, en Guatemala como si estuviéramos en los 60’s, pero no, según yo esas anquilosadas ideologías ya están muertas como muerto está su amante que se mató en la carretera hace una semana y era también amante de la prima de una mujer que largué y me ha dejado con el deseo de acuchillar en medio del concierto de Rachmaninov que muerde arterias.

Y Simone Weil aparece como un nimbo sobre el tatuaje de Anais Nin, pues según Simone, la otra, Simone esta, tenía un corazón que latía a través del universo entero. Pero esta, ¿no? Según ella sí, es la Cristo y decirme esto a mí, ¡a mí que pernocté en los brazos del satanismo! Que me formé en el desprecio a lo hipócrita, de aquel ángel de fuego, que desprecio a los desdichados aun cuando la desdicha ronda mi cabeza en forma de mariposa negra. Y esta tatuada dice que abraza y ama a sus hijos que son tan adultos como ella, tan infantiles como Kant criticaba, pues jamás saldrán de la infancia. Y la Cristo habla y habla, de su invencibilidad pues el amor es su arma y nadie pierde con tal porra, puede ser fusilado, crucificado pero jamás derrotado, y habla y habla pues es lo mismo el esclavo que el comunista y el cristiano, creen en víctimas y llantos e injusticias y se drogan con doctrina, con alcaloides, con alcohol que es sangre y habla y habla y habla de la bomba en su cerebro, picadillo por la heroína y el cristal, y la Cristo vende, es diller, dealer, plugger,  camello, púcher y se entrega desnuda a todo hombre adicto que la quiera pues es la Cristo y la maestra, según ella, es la Hipatia de los yonkis y en su carne trae el dolor de los dolores de esos parásitos despreciados por los epítomes del éxito.

Habla, habla, habla y yo no olvido, habla, habla, habla la Cristo, la cristito, la que ama a los adictos y les vende crack e ideología y me habla de sus poemas, de su novela, de sus maestros y su felicidad pavorosa cuando lava la ropa a sus hijos, amantes, amigos, odiosos adictos de mierda. Tabla y cruz que lleva gustosa en su espalda flaca, masoquista total esta cristito que da lástima a veces y a veces se zambulle en la condición humana.

Luego va al piano, toca las sílfides, toca a Schubert, toca a Chopin, toca y toca y la música desciende como la gracia y pienso es las atrocidades, en el dolor inmenso, ilimitado de los humanos en los campos de exterminio, y en Weil y en las extrañas ideas del mal y el bien cuando no hay totalidad de lo real ni sentido ni absoluto excepto esta música que revolotea como la mariposa negra.

La Cristo se despide y se va temerosa y deseosa a la vez porque la posean en la noche solitaria, rumbo a su histeria, a su cristiandad de diosesilla, según ella, del amor a los adictos y para que la noche se la trague.

Y yo no le creo.