Mario Jaime

Cierro los ojos y te veo.

La armónica de Red River Valley anuncia que tenemos tres minutos antes de que el telón se levante. Lleno de alcohol –sin él no podías concéntrate- bailas en las entrepiernas, justo tras la cabina del apuntador donde Edna Lizárraga sufre buscando las didascalias en un libreto desgastado.

Te doy una palmada y sonríes ajustándote el sombrero de copa con el cráneo de dinosaurio. Al centro, Salim Lara termina de estirarse para irrumpir como un arlequín cínico y asombroso.

Bajo el maquillaje te diriges a tu posición esperando enriquecer al público. Una hora después recorres el escenario con una vela encendida, bajo el jazz de Mancini, guarnecido con tu máscara de Inspector que te hizo feliz. Apagas la vela y la vida se afianza en la eternidad.

Nunca más compartiré el escenario contigo. Fue un privilegio.

Poeta sin delirio, profeta de tu sino, escribías sobre la muerte, la invocabas en tus tristezas, tus explosiones de sarcasmo y sin ambages. Ahora es solo una palabra, un noúmeno para ennegrecer más lo inefable, lo absoluto. 

Saturno fue tu guía, tu faro tenebroso y tu impronta. Lo buscabas después de la luna, desde la arenisca, mirando la superficie de un mar que no osaste investigar. La playa acongojada fue tu símbolo

 Te revestías de un manto oscuro, denostándote;  la culpa y el dolor eran tus tótems. La música del suicidio tu himno. Como un San Sebastián informe, cada flecha era un recuerdo de un pasado que nunca se disolvía, la cicatriz sobre la punta, envenenada, sin cura…

No hiciste concesiones a la hipocresía ni a la estulticia de los hombres, Vallejo y Lorca te precedieron en canto y herida. Fuiste la tormenta, pero un ciclón nuboso con relámpagos internos; sin que barrieras a los demás. Tormenta – tormento – tormento-atormentado- mal hado. Despreciabas la moral ridícula de las gentes y –orgulloso ateo- sonreías al insultar iglesias y doctrinas.

Tu rostro de cachorro que pedía compasión no le regalaba empatía a lo abstracto, sin embargo, tras tus ojos nocturnos había una calma, la danza de la amistad, lo inofensivo. Amabas a tu hermana como un astro, los que tuvimos la gracia de caer en la tuya fuimos bendecidos.

El espantoso amor te marcó y desoló tu camino. Para ti fue una lepra que avanzaba desde la traición.  Nunca perdonaste ni superaste la entrega. Después de la catástrofe ya nunca más creíste y en el ardor de la blasfemia intentaste el exorcismo, pero la herida no cerró y las letras se volvieron súplicas.

Recuerdo tus brazos quemados, resabios de una cocina exquisita que como un Raguenaeu optimista los mezclabas con versos.

Eras chef de palabras también e hiciste odas al maíz y al chile. Afinaste tu arte para el placer de comensales pero en privado –al amparo de tus ayes- solo ansiabas cigarro y coca cola.

El teatro se convirtió en otro germen de una felicidad fugaz. Ahí moriste muchas noches, a veces de la mano de un fantasma, a veces enamorado de una mariposa, a veces devorado por un oso e incluso con formol en las venas. Luego resurgías y tu carcajada calmaba el escenario vacío. No podías actuar más que con cinco cervezas entre pecho y espalda.

¿A quién le hablo?  Esta manía de apegarse a una idea fantasma de que aún puedes oírme sin cerebro ni materia, disonancia cognitiva para soportar el horror de la ausencia definitiva.

Se han ido los remordimientos, los aludes de ceniza…nos queda el psicologismo, las ideas de que en el Olimpo hay miseria y espinas compasivas de un poeta…y un amigo que nos dejó un pedazo de corazón bajo la lluvia.