Mario Jaime Rivera

Reza un viejo adagio: El libro es un amigo que no pide y un maestro que no riñe.

Leer es un verbo infinito. Podemos leer instrucciones o leyes absurdas, letreros o revistas basura; pero el verbo adquiere una magnitud cuando está ligado al conocimiento y a la imaginación porque se liga al placer.

Leer, esa actividad que evoca e invoca, germen de la magia, vehículo de las ciencias, que trasciende los lenguajes y las épocas. Espejo de la lectura natural, en la cuál el chamán lee los árboles y el marino lee el cielo.

Nada hay tan solitario y peligroso. Semilla del pensamiento crítico, el libro ha sido censurado y pervertido por los sistemas de dominio. Pero como la vida, se abre camino impreso en las cuartas más humildes, viaja en silencio y hasta es considerado sagrado por algunos. Es un verbo que construye una cultura que puede servir contra la injusticia, contra lo canallesco. Los tiranos queman libros, los fanáticos queman bibliotecas.

Leer es demencial. Pero en lugar de alejarnos de la mente (como su etimología evoca) nos funda una individual. Nos vuelve críticos. Gracias a que aprendió a leer de manera clandestina a los doce años, Frederick Douglas pudo escapar de sus amos blancos y luchar por el abolicionismo con la inteligencia como arma. Su amo desaprobó la lectura pues suponía que los esclavos no debían aprender a leer porque desearían su libertad. La libertad duele, pero es mejor un segundo libre que mil años encerrado. Hay libros sobre la libertad -palabra tan menoscabada por autócratas e intelectuales orgánicos- que tienen el aura de la veracidad. Recuerdo a Jean Paul Sartre  y su pregunta: ¿Qué vas a hacer con lo que otros quieren hacer de ti? Y el hermoso verso de Milton: Es mejor reinar en el infierno que servir en el cielo.

Leer, eufemismo de volar, de caer, de ser golpeado, seducido y despertado. Palabra del demonio, del poeta, del arco iris, de la memoria de otra estética que nos inunda e infunde el fuego o el hielo.

Leer regala la tristeza del pensamiento.  La razón, la cordura y la dignidad duelen también. Piense el lector en la criatura de Frankenstein que al leer libros de historia se da cuenta de los crímenes de Estado y la violencia que se disfraza de “Historia”. Yo no hubiese querido nunca leer libros como “La tortura a través de los siglos” que me marcó con un punzón ardiente o los alienantes libros de la Biblia, razón por la cuál uno duda y vuelve ceniza cualquier fe institucionalizada.

Leer también es arrebatador y fantástico. Emociona la inteligencia y la belleza; también el descaro y el honor de otras estéticas. Pienso en Roald Dahl o Saint-Exupery que no subestiman a los niños (quizá fue porque los dos volaban). Creo que el día en que me deje de seducir Salgari habré muerto como individuo a pesar del desdén académico hacia sus novelas. Debo haber leído “El corsario negro” una veintena de veces en diversas ediciones y lugares. No puedo dejar de emocionarme con el romance del pirata con la hija de su enemigo.

Hoy, para el que tiene acceso a una red electrónica se da cuenta de que la biblioteca que Borges soñó como infinita se encuentra en formato digital. Desde lo más abyecto a lo sublime está al alcance de cualquier lector y aunque la red no sustituirá al libro es un complemento riquísimo. Podemos bajar e-books gratuitamente y acceder a bibliotecas de todo el mundo. No sé cuánto dure este anarquismo digital tan excelso; pero debemos luchar porque no sea censurado.

Como el aroma de una mujer amada, el recuerdo de la lectura ayuda a la memoria a dibujar el pasado de mi existencia.

Al recordar libros, versos y pasajes, evoco el entorno donde conocí la imaginación; así los grabados de Doré para La Divina Comedia están ligados a la biblioteca oscura de mi abuelo, donde pernoctaba hojeando lo que no comprendía. Comprendí el terror de Lovecraft a bordo del buque oceanográfico “Justo Sierra” y leí a Herodoto a bordo del buque de la marina “Altair”. Sólo en alta mar, ante las galernas pude haber encontrado ese horror cósmico y humano de la historia.  En Isla Guadalupe, rodeado de tiburones y elefantes marinos, soñé con los árboles del barón rampante cuya nostalgia imprimió Italo Calvino. En Manaos, ante la jungla de anacondas tuve que mascar el portugués sólo para leer a Pereira da Silva y ese libro me acompañó a lo largo de 200 km de río. Encontré una edición del Fantasma de la ópera de Leroux detrás de unos “churrumáis” en una tienda de abarrotes en Cancún. Y de la librería del viejo en que trabajé cuando apenas tenía para una torta a la semana; pude robar a gusto Los cantos de Maldoror en una edición rota de la “nave de los locos”. Sólo temblé con Lautréamont compartiendo la cama de asfalto con los adictos detrás de catedral y sólo con las madrugadas en las calles, escondido de la policía pude acceder a los aullidos de Antonio Plaza. También me robé de una biblioteca pública todo Amado Nervo y en el paraíso de Todos Santos entendí la genialidad de Fernando Escopinichi bajo los mangos. Grité Canto a un dios mineral de Jorge Cuesta en la azotea de la casa de mi abuela cuando la muerte se presentó y me aplastó La mandrágora de Ewers en una cabaña de la selva chiapaneca. Pude comprarle las obras completas de Lord Byron a un ladrón de libros que mercaba en la UNAM y que ya me había robado a mí una edición de Heinrich Heine. Hablando de ladrones, en el bosque de Tlalpan, unos policías que me asaltaron con palos se llevaron mis obras completas de Oscar Wilde.  Y con el primer salario decente que tuve le compré a mi mejor amigo, el paleontólogo Jorge Ortiz, una edición de la BBC ilustrada sobre los dinosaurios. Leí sólo durante una hora Pentesilea de Von Kleist  antes de que lo extraviara a bordo de un avión y nunca olvidaré a la reina que devora a su amante después de asesinarlo. Pasé cerca de doce horas sin levantarme de una banca del malecón en La Paz leyendo El conde de Montecristo; al amanecer vi a Dantés preso y al atardecer glorioso del Golfo de California vi a Montecristo con su amada griega y hoy puedo leerle la Odisea a una niña de seis años.

La lectura también evoca personas, siempre ligaré a mis tres maestros con los libros o autores que ellos destilaban. Así,  Juan Miguel de Mora me está aunado con Giorgio Vasari, Lorca, Pérez Reverte y el Natyasastra; Luis de Tavira con Aristóteles  y Antonio Lazcano con William Faulkner o Shakespeare.

Continuará…