Al margen de la conmoción que causaron la semana pasada las excavaciones hechas en las inmediaciones de la calle Esquerro, resalta como parte de una historia no contada de La Paz el descubrimiento de un cofre repleto de criptomonedas, que los albañiles encontraron alrededor de las tres de la tarde del viernes pasado.

Las criptomonedas naturalmente estaban derruidas por al menos 100 años de reposo y cubrían entre todas un pequeño esqueleto, presumiblemente de un bebé de 2 años de edad.

Los propietarios del terreno se han hecho del cofre y de todo su contenido, que como bien se sabe es una familia de abolengo en la ciudad de La Paz. Y pese a que el cofre no pasa de ser unos kilos de madera de abeto y hierro, el valor de las criptomonedas será determinado en cuanto se limpien y se vea de qué cantidad es cada una.

Se desconoce al autor del entierro, tanto de las cripto como del pequeño bebé, pero corresponde la datación a la visita de dos personajes que arribaron a la ciudad de La Paz en 1899; uno de ellos es Saint Germain, con motivo de visitar la tienda La Torre Eiffel, de reciente inauguración en aquel entonces, a propósito de la Exposición de las Ciencias en París.

El otro: el Tetrarca de Galilea, con una intención misteriosa y anacrónica pero acorde a fin de cuentas con los dichos de ciertos periodistas, sobre la segunda venida de Yeshua Ha Notzri, nada menos que en la tierra santa del Puerto de Ilusión.

Algunos herederos sudcalifornianos de la ideología de la que se sirvieron los oligarcas ashkenazis para derrocar al zar de Rusia en 1917, ya reclaman el cofre como parte del patrimonio paceño. Mientras que otros se preguntan en qué lugar preciso se encontró el cofre con las criptomonedas derruidas y el esqueleto infantil.

Esto último obedece a una leyenda que nace con la estancia de los jesuitas en toda la península, especialmente ubicada en esta ciudad capital, que defiende la existencia de túneles en el centro histórico que comunican tanto a las familias más importantes en cuanto a su poder, comercial o de influencias, y a los grupos adeptos a rituales medievales aprehendidos y perfeccionados a partir del perdido Libro de Toth y del hermetismo renacentista.

Se han filtrado opiniones con verdaderamente poco valor periodístico, puesto que la fuente no ha sido revelada, es incomprobable y acaso innecesaria –sobre la existencia de algunas terminales de estos túneles en determinados restaurantes de mariscos y bares del malecón, así como en las casas de las familias antes aludidas, cuya ocupación se restringe en la actualidad a vender zapatos, pantalones y camisetas fuera de moda.

Queda aun por discutirse si vale más el cofre como patrimonio o por el contenido de criptomonedas y su valor actual en la bolsa. Lo que queda claro que hay que indagar como parte de nuestra identidad es la presencia en aquella época del Tetrarca de Galilea y de San Germain; puesto que en las décadas subsiguientes la noticia de los niños perdidos proliferó en los periódicos locales, ubicándolos sobre todo a partir de símbolos paganos acomodados para rituales en el Cerro de la Calavera y, luego, en los terrenos de El Zacatal, cuyo portal está adornado adecuadamente con dos querubines.

Por último, en un número de La Voz del Pacífico, que ahora mismo ni siquiera se encuentra –o dicen que no se encuentra– en el Archivo Histórico Pablo L. Martínez, se cuenta que una de las varias líderes de los varios cultos cuya ofrenda eran bebés, gritó cuando se encendía apenas la hoguera que la mandaría al infierno, que como maldición declaraba que nunca se terminaría un Santuario dedicado a la Virgen de Guadalupe, y que comenzaría su interminable construcción al menos 4 décadas después. Cosa que, por otra parte, parece haber sido más bien una bendición para los representantes del Clero en esta diestra mano de las Indias Occidentales.

28 de diciembre; Mateo 2, 16-18