El pasado primero de marzo, el equipo del Festival de Cannes emitió un comunicado de prensa con el nombre «Declaración del Festival de Cannes sobre la situación en Ucrania» en el que dice expresar su «pleno apoyo al pueblo ucraniano» ante la guerra que está padeciendo contra Rusia, por lo que han decidido que «no se recibirán delegaciones oficiales procedentes de Rusia ni se aceptará ningún organismo vinculado al gobierno ruso» en el próximo festival a celebrarse del 17 al 28 de mayo.

«Pensamos especialmente en los artistas y profesionales del cine ucraniano, –dicen– así como en familiares, cuyas vidas están ahora en peligro. Hay quienes no conocemos, y hay quien conocemos y a quienes hemos recibido en Cannes con obras que todas dicen mucho sobre la historia y el presente de Ucrania».

Declaran haber fundado en 1939 el Festival de Cannes, que «como resistencia a las dictaduras fascista y nazi, estará siempre al servicio de los artistas y los profesionales del cine, cuyas voces se alzan para denunciar la violencia, la represión y la injusticia, y para defender la libertad».

Por otro lado, respecto a la censura ejercida sobre RT y Sputnik, Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, asegura que con ello pretenden frenar «la maquinaria mediática de Rusia», y que así no puedan «difundir sus mentiras para justificar la guerra de Putin y para sembrar la división en nuestra Unión».

Las opiniones están dividas (entre la población), pues mientras que unos recuerdan el ideal de libertad de expresión, otros participan en el debate con una franca aceptación de imposición por parte de la autoridad en tiempos de guerra, sin que quede definida la pertinencia de una u otra.

Según recoge Infobae, el regulador de medios de comunicación oficial de Rusia, Roskomnadzor, acusó a la cadena de televisión Dojd y a la emisora radiofónica Eco de Moscú, de «desinformación y contenido extremista en la cobertura de los conflictos en Ucrania», motivo por el cual fueron bloqueadas, o censuradas por el Roskomnadzor, y posteriormente las cadenas anunciaron el cese de sus actividades y, de hecho, su salida de Rusia.

No será la primera vez que unos y otros censuren –cada uno a su manera– medios de comunicación. Una prueba reciente es la llamada «desinformación» aparecida durante la casi olvidada catástrofe mediática y de sanidad llamada «Pandemia» que a día de hoy lleva acumuladas 5.9 millones de muertes según la actualización del Instituto Hopkins.

Parece improbable que nos encontremos con una nueva edición de aquellos bellos carteles propagandísticos del Partido Nacional Socialista o del Partido Soviético, de Mao o del Comité de Información Pública (CPI) creado por Woodrow Wilson, en el que cada uno presentaba y representaba a sus dirigentes y connacionales como el ideal del patriota, del obrero, del ama de casa o del soldado, según fuera el caso; una especie de superhéroes pintados con el atole de cada régimen.

Lo que está en juego ahora no es el libro peligroso, sino la información virulenta, mucho más difícil de controlar que las editoriales e incluso que las televisoras. Hay videos de gente brincando en una pista de baile o de un gato frente a un micrófono que tienen billones de vistas y a esta hora hierven los de Ucrania, con turbios titulares.

Como sea, la censura por ambos bandos deja ver la estima que le tienen a la capacidad de decisión y criterio de sus gobernados, a quienes –en la mayoría de los casos– instruyen con sus propios modelos pedagógicos y en sus instituciones gubernamentales de educación. Les enseñan a leer y a escribir, al menos.

Un medio o un aparato gubernamental que cubre con un velo o cancela la opinión contraria sin dejar abierta la posibilidad de la crítica, bombardea con ello la confianza que pudiera haber tenido en algún momento de parte del público. Eso en el mejor de los casos. En el peor, uno se queda admirado de todo lo que está dispuesto a tragarse el personal.