Me gusta cómo rapea un vato de Los Cabos y le dice a su tierra San Pepe Ruco. Otros hablan de San Lucas como San Locos. Y todo bien. Traen las patas con una peste a agua salada y cuando se ponen a pescar parece que los dedos se vuelven ostiones de tanto que se pegan a las piedras.

Ahora, han escuchado el apelativo de «Cabo» desde niños cuando los turistas hablan de esa ciudad, que ahora se nacionaliza a través de una telenovela, como se nacionalizó desde hace al menos 50 años la podredumbre y mediocridad supuesta por la misma televisora a través del Chavo del 8, o de MariMar, con un imposible fenotipo en la vida real de donde supuestamente venía el personaje.

Y sin embargo de este epílogo, lo que realmente quiero decir sobre que no hayan puesto el nombre completo de la media península como Baja California Sur, va más por el lado de que no nos tienen en cuenta.

Así como no tienen en cuenta a la gente de Tulum, ni de Oaxaca, ni cuando toman el Chepe, ni cuando reciben toda esa supuesta energía solar en las pirámides, mientras las personas se arremolinan en los márgenes de la Era de Acuario a vender chicharrones y tlayudas.

No nos tiene en cuenta. No saben ni nuestro nombre.

Saben el nombre de Balandra, pero para las ciudades no se han tomado la molestia –ni siquiera– de pronunciar los nombres de pila o, en otro caso, los apellidos.

Por eso dicen Cabo. Tal vez les parezca más cercano a Cabo Cañaveral en Florida; mucho menos esperemos que digan de nosotros lo que algunos defienden como California, sin más añadidura.

Baja California (SUUUUR). Baja California, Baja. Baja. Baja.

No es sólo que sea más adecuado a las marcas, sino que por la economía de un lenguaje mercadotécnico, están dispuestos a pasar por alto una supuesta identidad. Por mi parte, llámenle Vizcaína si quieren o Airapí, yo vivo en la Indeco, una colonia fabricada por el PRI pero desarrollada por gente que comía los huevos que ponían sus gallinas y que los pescados que compraban o traían con piola envuelta en madera, desescamaban en el patio de sus casas.

Me da igual el nombre. Pero no ignoro que un nombre es una marca, como Cabo.

Tenemos, por debajo de Quintana Roo, los precios más altos en compra, renta o construcción de vivienda y los propios inmobiliarios así como las instituciones gubernamentales se lo adjudican al gran turismo.

Esta porquería de telenovela es un refrito de otra del 2009 llamada Sortilegio, ellos mismos lo dicen. Siempre lo hacen, pero ahora resulta de vital importancia, para que no se convierta –más de lo que es– nuestra memoria en un artefacto irreconocible.

Olvidémonos por ahora de los domingos para paceños: eso hay que analizarlo bien y – al menos desde mi perspectiva– abogar por un cosmopolitismo verdadero, no por una intromisión ajena no sólo al disfrute de «lo nuestro» sino incluso a las políticas públicas que deben ser en beneficio de nosotros.

La telenovela, «Cabo»; pff. Deberíamos de empezar a avergonzarnos de ver telenovelas, de hecho.

Propuestas: no tengo. Pero considero que si la discusión del nombre va ser algo perenne en nuestra vida sudcaliforniana, que sea sincera, y no una cosa que suene mejor para venderse. Porque ya está vendidísima, de por sí.

Si se levantasen de entre nosotros los muertos, yo no vería a ninguno de ellos como héroe que se revolcó en su tumba y revivió para abogar ante la carencia de nuestra voluntad de soberanía y todo eso.

No. La tierra es demasiado joven aun, la tierra nuestra de la media península. Pero el colmillo de ellos es viejo aunque se manifieste en jovencitas de telenovelas.

Lo rudo está, en principio, en la piedra, en la tierra, en el sustrato, en el mar, en las personas, en el espacio, en los animales que se distribuyen buscando su comida, entre los corales, en mis manos y en las tuyas, que tienen poco. En el arroyo y en el muro que se levanta para que no veas el campo de golf –o ellos vean al pueblo sentado en sus poltronas de ochentera fayuca.

Me llena de terror que a la gente le siga importando una telenovela, pero me aterra más que no sepa de qué se trata esto. Incluso podría decir que los productores tienen casco de dueños de mina, para tomarse la foto, o que visten trajes grises, para vender complejos inmobiliarios, o que dan conferencias sobre cómo resolver el problema del agua, privatizándola.

O a lo mejor subestimo su sinceridad y en una de estas producciones se muestran como ratas comiéndose un paraíso, y me callan la boca diciendo SÍ, venimos a atragantarnos de todo esto, aunque seamos de aquí o de cualquier parte del mundo.