Patricia Valenzuela

Domingo, una mañana bochornosa de abril. Parece que el verano se ha adelantado, pues el termómetro marca ya los 24 grados y amenaza con aumentar, conforme las horas del día avancen. Tienes resaca. Te das cuenta que ya no eres tan joven. Esas tres cervezas que bebiste anoche con tus amigas te embriagaron y ahora, ni el alka-seltzer ni una aspirina te calman la cefalea, tan intensa que sientes la cabeza a punto de estallar. Te arrepientes.

Es domingo, si; recuerda que tienes que trabajar. Porque hace cinco meses el director de la clínica te robó los fines de semana, antes de largarse de cambio el muy cabrón. Lo maldices y lo imaginas tomando el desayuno en su cama, curándose la cruda con unos hot cakes con mucha mantequilla y miel, justo como a ti te gustan. Se te hace agua la boca solo de pensar en ello. Ojalá hubiera alguien que te preparara unos, porque tú no tienes ganas de cocinar, además el ánimo apenas te  alcanza para levantarte y meterte a la ducha. El agua sale caliente a pesar de que apagaste el boiler hace un par de días. Maldices ahora ese clima de mierda que calienta el tinaco y  este a la vez el agua.

Antes de salir rumbo al trabajo das un par de mordiscos a la manzana a medio comer, que una de tus hijas dejó sobre la mesa la noche anterior. De pronto una arcada nauseabunda hace que corras al baño. No pasa nada, solo echas un poco de jugo gástrico que te deja una sensación quemante y un sabor amargo en la garganta. Te enjuagas la boca con listerine. Acto seguido y por mera curiosidad, buscas la fecha de caducidad en el  envase. Te das cuenta que lleva seis meses vencido. Ya ni escupirlo.

Te pones la bata blanca y cuelgas al hombro la mochila donde llevas el estetoscopio rojo, Littman, el estuche de diagnóstico, welch allyn y el Harriet-Lane, una especie de biblia médica que en pediatría no debe faltar. Revisas tu cuaderno. Tienes anotadas para hoy dos cesáreas; piensas: “Por lo visto el ginecólogo no tiene otra cosa mejor que hacer en domingo. Es un amargado”.

Te fastidia  imaginar a la mayoría de personas haciendo planes para salir a la playa o mínimo al mercado, donde hay aire acondicionado y no cobran por pasearse en los pasillos fingiendo buscar algo, solo para mitigar el calor. No como los infelices de CFE, que les cargan en el recibo a ti y resto de usuarios, la luz que ellos no pagan.

Llegas a la clínica y eres la primera del equipo quirúrgico en estar, a pesar de ser la hora acordada. No te sorprende pero te molesta, porque hubieses podido permanecer más tiempo en la cama. Presientes que te has levantado con el pie izquierdo.

Mientras esperas verificas que todo en tu área esté en orden. Sin embargo, como siempre, hace falta material. El mismo de hace un año, de hace seis meses, de la semana pasada. Preguntas a la enfermera por qué y te responde con desánimo: “no hay, ya sabe cómo es esto, Doctora. El sindicato no hace nada”. Notas que sigue la fuga de oxígeno, la que ya han reportado a mantenimiento incontables veces. Nadie ha acudido a arreglarla. Preguntas de nuevo a la enfermera la razón y te contesta: “el director ya lo sabe pero tampoco le importa.” Permaneces callada; piensas: “por qué tendría que importarle, si no trabaja los fines de semana. Jodámonos los que sí”. Ambas,  suspiran resignadas. Sientes un torzón que te hace sudar frío. La enfermera se aleja dejándote con la fuga de oxígeno, el torzón y la cefalea.

Al cabo de unas horas tu turno termina. Los bebés nacieron sin problemas. Por fin vas a tu casa.

Sientes que el calor se ensaña contigo, te está matando igual que la sed. Ya en tu auto bajas ventanillas para que escape la temperatura tan alta. Te quitas la mascarilla y bebes el agua mineraltopochico que compraste en el puesto frente a la clínica. Te sabe a gloria. El gas te hace eructar. Enciendes el auto, el aire acondicionado, subes las ventanillas  y te marchas.

Dos cuadras adelante ves a un grupo de personas que visten camisetas con el rostro sonriente de su candidato. Ondean banderas a ritmo de la música que suena a todo volumen. Cuando te acercas observas sus rostros rubicundos a pesar de las gorras y sombrillas con las que pretenden mitigar los implacables rayos del sol. El sudor les escurre visiblemente por brazos, cuello y frente.  Tienen la ropa ceñida al cuerpo, húmeda.

En una de las aceras un grupo de niñas y niños se refrescan con pau-paus y calman el hambre con gansitos, mientras esperan que sus mamás y papás terminen su jornada  de proselitismo para que les puedan entregar la prometida canasta básica. En la otra, bajo la sombra de un árbol, una mujer a la que le calculas unos 65 años, está sentada, mientras dos mujeres más le echan agua en la frente con una botella de Coca-cola. Parece a punto de colapsar.

Personas del grupo se acercan e intentan pegar una calcomanía en el vidrio trasero de tu vehículo. Te niegas. Otras quieren entregarte folletos lleno de mentiras y falsas promesas. Los rechazas. No crees en los partidos políticos ni en quienes ansían llegar al poder. Mientras les haces señas para que despejen la vialidad, piensas: “bola de zánganos, solo  quieren vivir del erario público. Son unos rábulas.”

Como puedes avanzas y dejas el tumulto y reguetón atrás. Echas un último vistazo a través del espejo retrovisor. Observas cómo un tipo panzón perrea arriba de una banca mientras otros le aplauden. Te gana la risa  y al mismo tiempo sientes vergüenza ajena.

Por fin llegas a tu casa. Estaciones el auto bajo la lona raída que ha resistido un par de huracanes. Tus mascotas con sendos ladridos te dan la bienvenida. Los acaricias y miras la jacaranda con sus primeros brotes de flores moradas. Esbozas una mueca, algo parecida a una sonrisa. Entras y dejas todo. Te lavas las manos y cambias de ropa. Te quedas descalza.

Te diriges a la cocina, en el refrigerador buscas algo de comer pero no encuentras nada y lo que hay no se te antoja. Optas entonces por pedir una hamburguesa con papas fritas. No te importa romper tu odiado régimen de alimentación a base de pechuga y pescado a la plancha, tortillas de nopal, espinacas y claras de huevo. Estás harta. Tampoco que tengas semanas sin salir a correr. Tienes hambre y es lo que importa. El hambre lo justifica todo.

Te sientas en un banco frente a la barra y escuchas el silencio de tu casa. Lo irrumpen el cacaraqueo anacrónico del gallo del vecino y el ruido de un helicóptero que te parece como si pasara al ras del techo. Luego ambos ruidos se pierden y en unos instantes de nuevo todo es calma.

Estás sola. Suspiras profundo. Sabes que no hay nada mejor que una casa tranquila, en silencio, después de un domingo de trabajo y resaca. Mientras tanto, con paciencia esperas a que llegue tu hamburguesa con papas.