¿Quién se contendría el vómito de las mariposas y otros insectos que tratan sin lograrlo revolotear en dos: agorafobia o claustrofagia, comiéndonos en los estrechos círculos que se abren como un paisaje airado donde mejor no acercarnos porque seremos esa clase de gente libre que sabe de los cuchillos que los rodean? Mover, boca. Cejas. Exégesis. Acabémoslo, acabémosle. ACAB. Acá, se siente la rabia de los pueblos, en un corazón que bombea molotov. No nos agreguemos al gentío –dijo. Sepultémoslo. Pero para sepultarlo –dijo el otro– habrá que torturarlo previamente. Por lo que lo agregaron a una pútrida silla, lo envolvieron con un alambre de púas para que no escapara y no contagiara a otros y por muchos días le dieron de comer cosas débiles, para que no se debilitara demasiadamente. Cuando quisieron finarlo, no sucedía. Ya se lo esperaban. Tomemos vino y consigamos un soplete –dijo ella. Lo hicieron. Le quemaron todo lo de afuera y él seguía gritando desde dentro. Muy tarde, los dos se fueron a dormir sin darle de comer. No durmieron tanto, pese al cansancio sobrevivieron a la telepatía de ese otro que seguía ardiendo en su silla de púas. Qué desconfianza en el futuro. Qué bosque de serpientes resecas tiene el otoño de los sentimientos oscuros. Atajemos su cuello con un cuchillo de la más fina hoja metálica e imperecedera de lo que nosotros somos. Lo atajaron, y en el borbotón de sangre se vio la magenta de la carne; otro gesto del moribundo sonriente que no se dejaba asesinar. Hagamos algo más con él –dijo ella. Lo atiborraron de fármacos para adormecerlo, de excusas, de grandes lienzos pintados sin marco, por lo que pudieron con aquellas pinturas cubrirlo en su silla de púas, y seguía diciendo algo desde toda cortina. Cuando decidieron enterrarlo vivo, hubo que conseguir los instrumentos, inventar la logística del entierro. Cavaron, los dos, con cansadas caras y la duda sombría de si aquello era lo correcto, una fosa a las afueras de sus corazones, cercanas a un río y lejanas de los ojos que no entienden. Ay, lo cubrieron con bolsas negras y a las bolsas las enrollaron en cinta canela y aquel todavía seguía moviéndose. Lo echaron a la fosa. Y a la fosa le echaron la tierra tierna. Y se fueron deseando que ningún perro salvaje pudiera oler lo que ellos ya llevaban en el cuerpo. ¿Vuelve alguno de los dos a la fosa clandestina, después de aquello, a ver si el enterrado que se atraganta vivo en el fondo sale de toda esa tierra insuficiente? ¿O más bien sigue vivo, en las fosas internas de quienes lo enterraron y lo llevan por siempre?