–¿Te vas a salir así nada más de la universidad?

–Lo he pensado. Mi conocimiento en la carrera de sociología no puede ser desechado así nada más. Lo necesitamos para cambiar al mundo.

–Aunque, por otra parte, está Foucault, que incluye a la propia universidad como el poder que nos domina.

–Tienes toda la razón. Pero desde la opresión, con las herramientas del oprimido, ¿no podré salir del imperio?

–¿Hasta dónde llega el imperio?

–Hasta el recóndito.

–Seguro que hay algo en ti a lo que no pueda llegar.

–Habrá qué descubrirlo. Y darle de comer. Y hacerlo crecer.

–Mientras no lo conozcamos, quizá alimentemos nuestra propia derrota.

–Todos perderemos al final, pero hay que perder con dignidad.

–Cierto. Hay que perder con dignidad. ¿Obtendremos el alimento del propio imperio?

–Como siempre.

–Uno no es lo que come entonces.

–Uno es mucho más que eso. Que no te dé pena mostrarte destruido.

–Estoy intentándolo.

–Esfuérzate más. Vas con la cara gacha siempre.

–Esforzarme más, ¿es parte del imperio o de la naturaleza?

No lo sé. Pero no quiero que pongas un cañón en tu corazón el sábado que viene. Imagina todo el trabajo que será transportar tu cuerpo.

­–Si por mi fuera, ya no tendría cuerpo.

–Lo dejarás de tener, pero mientras tanto no lo sofrías en esa tibieza. Aviéntate a las cosas de verdad hasta que quedes frito.

–¿A qué cosas?

–No sé. Idiotízate si quieres. Eso ayuda mucho a ir por la vida tambaleándose en un zig zag lleno de gusto, pero sin incisión.

–Hay algo en ello que me cansa.

–Es el cuerpo. O tu poca voluntad.

Cuando dejamos de bromear, determinamos que no tenía caso que dejara la universidad, con todo ese placer de podcast en tercera dimensión que ensoberbecen el alma, y las borracheras espontáneas, y las discusiones que suenan tan verdaderas cuando se defiende una idea que se ha leído.

–Todo suena bien de vez en cuando– dijo ella.

–Y cuando la escuché tuve que estar de acuerdo– le dije, confundiendo la escritura con lo que estaba pasando en esa tarde.

–¿Con quién hablas?