Por Octavio Escalante

Uno de mis compañeros más queridos me ha insistido en que tome en cuenta que las tortillas de harina van a encarecerse en los próximos meses en la ciudad de La Paz y en toda la diestra mano, pero me resisto decididamente a darle pie a esas teorías que tienen como argumento la invasión de Rusia al granero del mundo. Mi argumento: una necedad basada en la mera nostalgia de que fui concebido en una panadería del Manglito, cuando mi madre y mi padre establecieron un noviazgo entre conchitas, galletas roncadoras, cochitos de panocha, ojos de buey, buñuelos y otra clase ya casi olvidada de la legión de panes dulces que nos avienta el deseo antes de que empieza la lluvia.

El patio de la casa estaba gobernado por un majestuoso árbol de tamarindo que regaba con sus pequeñas hojas la tierra, entonces húmeda, rodeado por el horno de ladrillo, los muros con tarrayas y un par de pangas recargadas. Visores y arpones de ligas tostadas, un reguero de piolas enrolladas en pedazos de tabla. No hay mayores pretensiones que una veintena de cabrillas para la disca.

Yo tenía –otra vez– siete años cuando registré aquellas imágenes, pero me cuesta menos rememorarlas porque la era en la que fuimos a la panadería se prolongó hasta mis nueve o diez años. Me escondía, cuando era muy pequeño, entre los sacos de harina de trigo o bajo la mesa en la que se amasaban y se le daba forma a la variedad de panes. Una mesa amplia, una tabla enorme, con el señor gordo y alto que golpeaba el maso contra la harina remojada e iba acomodando las formas en la charola gigante que metía al horno, para luego del tiempo necesario –y dependiendo de la clase de panes, por ejemplo, las coyotas, birotes, empanadas de piloncillo o queso– sacarlos con una especie de remo que para muchos ahora es familiar y que otros no conocerán nunca.

La sala con vitrina, botellas de Don Pedro, whisky, pata de elefante, un caparazón de caguama carey que no puedo olvidar, un cuadro con unos perros fumando en torno a una mesa de billar, en la que uno de ellos estaba a punto de golpear la bola blanca en una combinación que quizá no le parecía favorable, por el aspecto del hocico.

La tía de mi madre era la dueña. Por su parte, mi padre llegó de Sonora a los 18 años y trabajó en el hotel La Posada como mesero y otras cosas que ya no podría yo recuperar con confianza, pero que determinaron su estilo de vida durante las décadas siguientes.

En esos días conoció uno que otro en la colonia Pueblo Nuevo que lo fueron llevando a las orillas del Manglito, precisamente en la calle Topete, donde conoció a mi madre, rodeada de sus primas, a las que les he perdido el rastro, cariñosas con un cigarro en la boca y un vaso de hielo y ron en la mano derecha.

El patio tenía una fisura entre las casas por la que salíamos a la calle Abasolo, entrábamos al mercadito  Murillo –a un lado de lo que ahora es el Moraima– que olía a cereal de arroz reventado, a jabón en polvo, y aunque cueste creerlo a latas de val-vita y veg-all, botes de mayonesa, entre otras se respiran de un solo golpe, sólo para comprar chucherías y pagarlas con monedas de la insigne Sor Juana, apestosa a cobre.

Como puede suponerse, siempre que íbamos regresábamos con bolsas de pan dulce, galletas marineras –mis favoritas–, roncadoras y con la bendición de la tía de mi madre, que detrás de sus lentes de armazón dorado, de su vestido plagado de flores y de sus manos con anillos de otras abuelas, nos decía «no, no: no, no, así está bien, llévatelo».

De entre los primos pequeños que jugaban conmigo a las escondidas, conservo una sensación que no he tenido con ningún otro recuerdo: el vacío puro de palabras: y la convivencia con la alegría: luego llegaría la envidia de mi parte, la competencia, la seducción infantil, pero sería en el ambiente de otros con los que la vida me fue regalando.

La casa y la panadería y sus habitantes han pasado por los lutos a los que todos nos esperan, algunos fuertes y otros que en realidad son dicha esporádicas –sé que disfrutan recordar picaduras de mantarraya en playas de Rodríguez y que posiblemente prefieran hablar de ello que del verdadero amor que quedó de esos tiempos, y que se desbarató.

¿Quiero volver a esos años? Jum, ni que quisiera vivir eternamente. Estoy claro. Pero alguna vez regresé a la panadería, encontré al hombre grande, gordo, viejo ya, y toda la mesa me pareció más pequeña de lo que era y no pude entender cómo un espacio tan pequeño, en el que se guardaban los sacos de harina y se les daba forma a los panes, pudiera servirme como lugar de escondite –¿cómo tan pequeño, siendo tan grande lo que quedó en mí?