Virginia Woolf es expansiva por donde quiera que se la vea y dirige sus palabras con la autoridad de quien sabe lo que está escribiendo, pero lo hace con una candidez que el lector, acorralado en el espacio que ella le ha construido, se siente en su hábitat, no siempre placentero.

En cuanto a sus ensayos, que es de lo que trata el libro que intento comentar, estamos seguros de que quien nos habla es Virginia Woolf, y no la bruma concentrada de Mrs. Dolloway: «¿Por qué tiene que suicidarse la señora Dolloway?», le pregunta su marido a nuestra escritora. Y ella contesta: «Ya lo he decidido. No se suicidará. Quien lo hará será el poeta». O algo parecido habrá dicho en aquellas tardes nerviosas del pueblo al que la llevaron, y donde terminó hundiéndose con un saco enorme lleno de piedras pesadas.

La miro ahora como a quien quisiese encontrarme comprando flores para una fiesta, sabiendo que cuando regrese a casa tendrá su variedad de plumas fuente para papel comprado en la capital. Una mujer estará destripando el pavo, otra revisará si no ha caído demasiado polvo sobre los muebles mientras el esposo corrige y amplía las placas del periódico que tendrá que estar listo en la madrugada, y ella escribiendo.

Y aun así, con toda esta lejanía, ¿por qué la siento tan cerca de mí a esta mujer?

El lector común es el libro que quiero comentar ahora pero la idea de Virginia Woolf no me deja. He salido a la calle hace una hora y el mundo está helado, hay una nube inmensa sobre mí y sólo siento que debo regresar. ¿Por dónde tomarte? ¿Cuál de tus manos está a mi alcance? Ninguna. Sólo me queda tu escritura, en la que te muestras tan humana, que te incluyes entre mis seres queridos.

Has sido tan sincera con nosotros los lectores. No con los lectores de lo tuyo, sino con los lectores todos, a los que has llamado «lector común» pero que no tienen nada de común. Donde quiera que estés, te aviso que nos estamos quedando sin lectores.

Las imágenes, a las que te metiste con el pensamiento, ahora son el tabaco de todos.

Te atreviste a decir una frase como un monumento: «Sólo James Joyce con su Ulises, dentro de los novelistas actuales, es el que se está atreviendo a ser él mismo», pese a que al principio no quisieras publicarlo. Yo no habría querido publicarlo tampoco. El Ulises no es para imprimirse en los periódicos. Su lector ideal es el náufrago.

Quiero decirte que, como ya lo he dicho, eres expansiva por donde quiera que se te vea, pero a diferencia de muchos otros ensayistas que hablan sobre una obra o un autor, y aunque te enfloreces completamente en lo que dices, nunca dejas a la deriva el tema central al que estás abocada en el ensayo que escribes. Eres tú misma, con todo. Y si te cortaran o se ensamblara todo un ensayo tuyo y se colocara en una de tus novelas, pocos lo notarían. Porque así eres, eres tú.

«Estoy cansado, dedo terminar esto» sería la frase más pobre que te podría decir. Por otra parte, queda la posibilidad de describir la sombra de las hojas de papel que tengo pegadas en la pared que miro, sabiendo que por un instante comprenderás que vivo en una época que no me es favorable. ¿Dónde compraste el saco? ¿Dónde te hundiste, si no fue en la vida cotidiana?

Acá, de este lado del río, un lector común como yo está escribiéndote, a un fantasma como tú que ha dejado espantos cariñosos en algunos de los que aun vivimos y de los que aún quedan por nacer.