Por Octavio Escalante

Si hay algo que de entrada te pide esta novela es paciencia. Una vez entendida esta petición descubres las demás. Ladrillo de libro que requiere mucho del lector. No imagino a una persona con un bebé llorando en la sala –envuelto en su cobijita o cagado y empapado en sudor– leyendo el Ulises. Hay que hacer.

Por otra parte, tener primogénitos no representa problema alguno para sus lectores, una vez terminada la lectura. Y no es precisamente su extensión el más tosco de los inconvenientes. Una lectura, además, extraña. Como ir caminando por entre coincidencias, por entre pensamientos reiterativos y –dentro de lo que cabe en su lenguaje– revueltos, como quien sacude una esfera en la que viene dentro una escena navideña y espera a que los copos de nieve vuelvan a acomodarse, nunca en el mismo sitio.

Despierta la duda cómo es que la fracción de una frase en la que pensabas reaparece y sientes como si fueras por un barrio concurrido y notas que posiblemente tres o cuatro personas han estado mirándote y se comunican entre sí. No es una superstición; el desorden deliberado es, a pesar de todo, coincidente y sin embargo al menos digno de mención los 102 años que me separan de su publicación y del sentido del humor acaso raro ya –o imposible– para la mayoría en su ciudad.

Puede ser de lo más resaltable ese desorden o acomodo de las frases que parecen haber pasado por un sacudimiento que no termina de trepidar. No obstante esas primeras 334 páginas, surge un magistral capítulo 12 a poco menos de la mitad del libro, en el que una voz que parecía aplastada por la paranoia o por la múltiple personalidad del día a día, de la finura del habla popular, es sustituida temporalmente por evocaciones medievales o erudiciones no tomadas en serio, que caen sobre el cuadro de texto como bloques de piedra verde.

Grandes bloques de piedra verde.

En una de sus páginas Virginia Woolf escribió algo así como que el único que de verdad estaba atreviéndose a ser él mismo al escribir una novela, era James Joyce. Se refería a su época. A la época [y estilo] que compartieron. Y claro, ser él mismo. ¿Quién no ha delirado cotidianamente presentando signos de completa cordura? Y de pronto cae otro bloque, no de piedra verde, sino como perfume, como cajón que contiene la botellita de perfume, un peine de carey, una postal.

Y ya no sé si sorprenderme más por la prosa que adopta repentinamente o porque casi se puede ver su gesto sonriente al echarte en cara la construcción de una noche de amor adolescente, cuya cursilería le tiene sin cuidado. Y pasadas unas páginas, la desecha. Se ríe de ella y corta por un rato con unas cuantas líneas vergonzosas, como si la ridiculizara.

No dejo de pensar en James Joyce cuando intento leer esta novela [que por otra parte está resultando de un esfuerzo menos colosal que el que se veía venir]. Nótese que no la he terminado, que estoy sustrayéndole lo más que pueda y que quisiera fascinarme en páginas futuras. Fascinarme es un decir. De esas fascinaciones que lo hacen decir a uno «qué cabrón», luego de un resoplido de sorpresa.  

Se siente solo uno aquí. Aquí en el presente. Pienso –como decía– en James Joyce cada que avanzo y en los cientos de páginas que habrá amontonado sobre escritorio, mesa y baúl, previo a cualquier revisión, evaluación del propio empeño y probablemente peligro de extravío del hilo, del ímpetu, del papel, y de los años impresos en él, de los años enterrados en él. Ya voy encarrerado pero eso no quita que mi lectura siga siendo intermitente. Poco importa en una historia como ésta.