Esta ciudad está llena de libros. El mes pasado me encontré en la calle, sobre unos escalones, Trópico de Cáncer, de Henry Miller. Ese mismo día fui a una tienda de segunda mano a echar un ojo. Como soy visitante frecuente de esos sitios, y ese día no tenía mucho tiempo para revisar los libreros, pregunté a la encargada si habían llegado libros nuevos y si me dejaba usar su baño. Me dijo que lo sentía mucho pero que su jefe no quería que prestara el baño, pero que sí habían llegado algunos libros y que estaban en la parte de abajo de uno de los libreros. Le dije que no se preocupara, que me aguantaba las ganas, y que mis ganas de orinar no eran problema suyo.

Revisé entonces el sitio en el librero y hallé unos cuantos ejemplares en muy malas condiciones. Había un par de ellos que llamaron mi atención. Uno era un manual de gramática española y el otro era la primera edición en español de Graziella, una novela del pensador francés Lamartine. Vi la fecha de publicación y era de 1853. Estaba forrado en piel, con ilustraciones a color y un olor a viejo que para los obsesos de los libros resulta insoportable, un lujo. Eché un vistazo superficial sobre el resto de papeles y, ya que me estaba orinando, decidí salir inmediatamente del lugar. Le pregunté a la encargada el precio de esos dos libros viejos. Me dijo que le diera un euro por ambos; es decir, aproximadamente 10 pesos mexicanos cada uno. La chica me miró apenada y me dijo que en verdad sentía mucho no poder prestarme el baño y que esperaba que hallara uno pronto.

Salí de ahí contento por mi hallazgo y entré a un bar para que me sirvieran una cerveza mientras entraba al baño. Al terminar me quedé en la barra con toda la calma, viendo sobre todo el libro de Lamartine, que cabía en la palma de mi mano. Revisé sus orillas, porque quizá tenía una de esas pinturas escondidas del siglo XIX, pero no había nada. Después de esa tarde aquella tienda tenía que convertirse sin duda en mi tienda predilecta para hallar libros. Era evidente que no les preocupaban en lo absoluto y que no revisaban si entre los lotes, que transportaban de casas viejas, cuyos dueños ya están muertos, había alguno que valiera la pena conservar, para vender.

Al día siguiente regresé y me encontré Las mil y una noches en dos tomos, ilustrado también, y dos tomos de las novelas completas de Somerset Maugham, empastado en cuero, ambos por cinco euros. Al tercer día llegué con la esperanza de hallar más cosas como ésas y lo primero que vi al entrar fueron unos ocho volúmenes rugosos, color marrón, que a todas luces tenían el olor que ya he mencionado, y que estaban a punto de ser pagados por un hombre de unos 65 años, que dejó unas monedas a la encargada y salió cargando los libros. Revisé, tratando de resignarme, pero no había nada que me interesara. Estaba claro que aquel viejo se había llevado todo lo que pudo encontrar de algún interés. A ese mismo hombre y a otros he ido conociendo y viendo muy a menudo en las pesquisas de libros de las tiendas de segunda mano.

Los he visto en las cuatro tiendas que están por la zona. A veces tenemos conversaciones breves, donde me cuentan los prodigios que guardan en sus casas. Uno de ellos se atrevió a decir que tenía una carta de Margarita de Navarra y que era su bien más preciado. «Pero ya estoy viejo», me dijo. «Ya estoy viejo y hay muy poco espacio en casa. Vengo para distraerme. Ya no me interesan mucho los libros. He gastado mucho tiempo y dinero en ellos. Pude haber ido a pasear con mi esposa muchas veces en vez de andar buscando estas cosas».

No obstante, llevaba unas Memorias de Casanova en una edición no muy antigua pero bien cuidada, y que me hubiese llevado yo de no haber llegado unos minutos más tarde que él. Pensé que sus palabras melancólicas sobre los libros eran sinceras, y más sinceras en tanto que no podía dejar de buscar más libros. El mal del coleccionista. El amor y el odio por un objeto que lo sobrevivirá y que, a pesar de todo, no tiene vida. Pensé si de verdad quería yo terminar como esos viejos locos y solitarios que andan buscando placer entre papeles vetustos. Otro día iba caminando y me encontré en la parada de autobús a uno de esos ancianos. Me dijo que iría a su casa, yo le dije que iría a buscar libros. Tomó el autobús. Cuando llegué a la tienda de segunda mano ahí estaba. «Me detuve de paso», dijo. «Para matar el tiempo».