@AlekzAguila

Existen procesos naturales que, si no comprendiéramos que se han dado con el paso de los milenios, podríamos catalogarlos como mágicos. Uno de ellos es la formación del hongo de Balandra, obra esculpida por la cadencia de las olas del mar y de una severidad resultante sólo por la constancia que transcurre durante los tiempos geológicos y que ante la inmediatez humana resultan incomprensibles.

Este monolito -no único en su forma en diversas latitudes sudcalifornianas o mundiales- que seguramente despertó el interés de los pericúes desde que éstos veían los atardeceres en su bahía hace más de dos mil años, ha sido también el ícono que se ha posicionado en el marketing turístico que invita a visitar la ciudad de La Paz.

El hongo puede encontrarse no solamente en forma de llavero, impreso en cartas postales, en playeras, sombreros, bandas elásticas, brazaletes o cualquier otro souvenir que acompañe el nombre de nuestra ciudad portuaria; sino que también ha sido impulsado por las campañas de promoción turística hasta el grado de verlo presente en spots televisivos o en algún banner del metro de Madrid, invitando a visitar la playa más bonita de México.

Ha sido pues, este mentado hongo el banderín de salida para la turistificación de La Paz, el que se presume y encuentra en muchas latitudes para invitar a que las personas vengan en aras de contemplar las bellezas naturales del paraíso sudcaliforniano. Ese mismo paraíso que hoy está en riesgo a partir del afianzamiento de una estrategia de turismo neoliberal basado en el extractivismo de la belleza de la orografía que rodea las hermosas bahías que desde época ancestrales han servido de refugio, para el disfrute y hasta para las ceremonias póstumas; ya que el actual gobierno estatal ha refrendado la búsqueda de la llegada de cada vez más personas a estas playas, pero sin considerar siquiera los mínimos elementos para su conservación o cuidado, dejando morir así a la gallina de los huevos de oro.

¿Pero qué es este hongo, sino un hongo falso? Este término acuñado por Diana Lugo -incansable activista por el cuidado de cerros y mares- le da el adjetivo perfecto al modelo turístico que se busca imponer para nuestra tierra peninsular, ya que recordemos que la formación geológica fue derribada -dependendiendo la versiones- entre 1989 y 1990, y para el 93 se iniciaron los procesos de su supuesta restauración; y hoy no son sino sólo varillas y cemento lo que sostienen a un hongo vacío en cualquier sentido de su propia existencia, pues lo que fuera una formación natural hoy se trata únicamente de un intento forzado de ser lo que no es.

Por más de tres décadas se ha buscando darle un sentido de valor a una intervención humana que busca suplantarse como si todavía fuese natural, intervención rocosa que desde hace seis años ha empezado a ver un aumento en el flujo de personas que llegan a consumir paisajes para encuadrarlos en Instagram, gozar de una playa tranquila desde la lejanía de un yate de lujo -que no deja de correr el riesgo de ahí incendiarse- o gozar de una narrativa de conocer la supuesta playa más hermosa del país; dándole así un valor estético que gira en torno a imaginarlo como un trofeo de la modernidad digital.

Si consideramos la fenomenología de este falso hongo, podríamos pensar que no es tan distinta al turismo que las autoridades sudcalifornianas intentan darle al territorio, ya que ambos carecen de un sostén sólido y arraigado de su presencia en el espacio, se trata de un engaño manufacturado para solventar las interminables necesidades del capital en su búsqueda por explotar la región en función del falso progreso y dudoso desarrollo. Y es que este modelo de turismo resulta más injusto no sólo para quienes padecen de los efectos que no se ven, sino para los paraísos mismos que ya están siendo destrozados.

Y no será sino a partir de estas reflexiones, así como de pensar en colectiva, la forma en el cómo podremos volver a imaginar lo que para nosotras es el hongo, Balandra y todo nuestro paraíso.